Vesica Piscis

Capítulo 1

El sol ya comenzaba a esconderse tras las montañas de Fire Falls. Podía verlo desde la ventana abierta de par en par. Y sentirlo, pues con la puesta del astro rey ya comenzaban los primeros síntomas.

Calor. Una quemazón interna que no podía sofocar con nada. Volvió a observarlo. Enorme, de una redondez perfecta, anaranjado por los efectos ópticos, teñía el cielo de un tono violáceo.

Aunque las primeras señales que sentía eran muy molestas, a lo largo de los años había aprendido a no prestarles demasiada atención y los soportaba estoicamente rindiéndose a lo inevitable. Ni él, ni su estatus, podían hacer nada por evitarlo.

Recordó sus peripecias cuando sucedió por primera vez, seguramente durante su adolescencia, no sabía el momento con exactitud. Como siempre el sofoco interior acompañado después, a medida que el blanco satélite ascendía, de dolor; uno insoportable que le hacía doblar el espinazo y gritar hasta notar la garganta seca e irritada. Lloraba. Maldecía una y otra vez, sin poder o sin saber relajar el cuerpo para evitar más sufrimiento.

Pero ocurría, pensó con una media sonrisa de ironía, ocurría cada vez que en el negro cielo nocturno reinaba la blanca y redonda señora: la luna llena, durante las tres noches en las que su influencia era más notable.

De niño había oído contar historias sobre los hombres lobo que salían, sedientos de carne humana, en busca de sus presas. Aquellos cuentos habían conseguido que su piel se erizara por el miedo. Pero ahora sabía la verdad, pensó con amargura. Aquellos cuentos no eran más que eso; historietas de tres al cuarto, inventadas para tapar una verdad aún mucho más difícil de aceptar para la elegante sociedad de aquella época que ocultaba con terror algo que no entendían.

El sol ya se había escondido del todo. Pronto comenzaría la transformación y debía relajarse, dejar que su naturaleza emergiera sin impedimento alguno. Se preparó para ello, desprendiéndose de toda ropa que le cubriera el cuerpo; sotana; camisa; pantalón y ropa interior, que fueron dobladas y dejadas pulcramente en el lado del armario que le correspondía. Encaminó sus pasos hacia un sillón y tomó asiento estirando las piernas, antes de soltar un largo suspiro de resignación.

Durante los años que había durado su carrera de sacerdocio, mientras se encontraba interno en aquella gran y antigua universidad, rodeado de tantos compañeros, le había sido muy difícil llevar aquello en secreto y siempre que se acercaban las noches de luna se recluía en una celda, a la que él agregaba la coletilla «de castigo». Pero ahora, debido a su «pequeño inconveniente» vivía solo, alejado de todo aquel que pudiera darse cuenta del trance por el que tenía que pasar cada mes. Cerró los ojos, dispuesto a recibir a aquella abominación que, sin duda, le había impulsado a tomar decisiones equivocadas durante toda su vida.

Un latigazo en la espalda le indicó que los músculos comenzaban a ensancharse y a tomar forma dolorosamente. Los huesos se estiraron para darle una estatura muy diferente a la que realmente tenía. El vello de su pecho se debilitó y cayó al mismo tiempo que notaba como sus labios adquirían un nuevo grosor y los ojos, escondidos tras los párpados, le escocían. Su cabello comenzó a crecer hasta alcanzar los, entonces, anchos hombros. Todo ocurría como siempre: muy rápido si dejaba que ocurriese. Cuando se resistía, la transformación era más lenta y dolorosa. Abrió los ojos para mirarse. Ya sólo faltaba la última parte, aunque la más difícil de superar: su sexo.

Como hombre normal su pene también tenía un tamaño que no podía considerarse extraordinario, pero tampoco le creaba ningún complejo. Podía decirse que estaba en la media, ni mucho ni poco. Pero cuando el efecto del satélite lunar hacía su aparición, y con ello la transformación de todo su ser, el miembro también sufría las consecuencias. Clavó las uñas en los reposabrazos y volvió a cerrar los ojos con fuerza mientras apretaba los dientes; el calor que le abrasaba las entrañas ascendió y se extendió para concentrarse en aquel punto, antes de que su sexo creciera hasta prácticamente alcanzar los veinticinco centímetros. Luego, como si de una ráfaga de aire fresco se tratara, una sensación de libertad se adueñó de su mente.

Nada más quedó en ella que el deseo irrefrenable de otro ser. Uno al que el beatífico clero habría calificado de erebita.

Se acercó hasta el equipo estéreo y lo manipuló. Por los altavoces comenzó a sonar Danger del grupo heavy AC/DC; poderosos y agresivos acordes que se ajustaban a las mil maravillas con él.

Aquella nueva entidad que se adueñaba de James cada noche de luna llena, y que se hacía llamar Héctor, se dirigió hacia el espejo de cuerpo entero que había en el armario del dormitorio para admirarse con placer y asintió con satisfacción.

Era un ser formidable, de un metro noventa y cinco centímetros de estatura y un cuerpo musculado, ancho y completamente formado, duro como una roca, pero de piel suave y bronceada; pecho amplio y abdominales marcados; fuertes brazos y muslos apretados. El pelo, largo y abundante, era tan negro que despedía reflejos azulados y hacía que sus ojos, de un verde esmeralda intenso, resaltaran aún más para prestarle matices que conseguían hacerle parecer el mismísimo diablo. La nariz patricia era la presentación idónea para unos labios perfectamente definidos y apetecibles, que se entreabrieron en una sonrisa lobuna para dejar entrever unos blanquísimos y alineados dientes.

Tras tirar del pequeño pomo de la puerta, su imagen desapareció para dejar al aire las entrañas del armario. Eligió su atuendo de la parte izquierda, con cuidado y esmero. La ropa, en su gran mayoría negra, estaba pulcramente colocada. James y él utilizaban tallas muy diferentes, como era natural, y ese era el motivo por el que la cordura desaconsejaba mezclarlas. Prestó atención, por un solo instante, a la parte derecha. «James, deberías aprender a vestirte mejor, todo varón debe cuidar su imagen, sobre todo cuando se tiene cerca a tantas vírgenes», rio con ganas.

—Aparte de un buen físico, algo de lo que careces —reflexionó en voz alta y riendo interiormente—. Hola, James, ¿estás ahí? —se carcajeó—. Supongo que sí. Debes estar en alguna parte, ¿verdad? —preguntó al espejo con voz de falsete cuando al cerrar la puerta del armario volvió a mostrar su reflejo—. Sé que para ti soy un coñazo, pero ¿qué le vamos a hacer? —Hizo una mueca entornando los ojos—. En cierto modo somos la misma persona. Soy… como tu parte oscura. Tus deseos reprimidos y tus anhelos más ocultos —prosiguió con voz seductora acercándose—. Deberías ser más abierto, James. Dejarte llevar, dar la espalda a esos conceptos arcaicos e hipócritas de la gente que te rodea. ¡Bah! Ricachones hablando de humildad, menuda pandilla de imbéciles. ¿Quién sabe? Quizá así te librarías de mí. Pero, mientras tanto… —Atrasó un paso— ¡Resignación hermano! —concluyó girándose hacia la cama donde había dejado la ropa.

Un pantalón de piel que se ajustó a sus muslos y apretado trasero, junto a una camiseta, también negra y de manga corta que marcó el fuerte tórax, y unas botas del mismo color, fueron la vestimenta perfecta para esa noche.

Complacido con el resultado, se observó nuevo.

          —Perfecto.