Sucumbir a la noche

Prólogo

Su ama de llaves había dejado abiertas las contraventanas que daban acceso a la gran terraza. El desapacible viento nocturno jugaba con las finas cortinas de lino, meciéndolas en una extraña y repetitiva danza. Más allá de ellas, desde la oscuridad del cielo donde sólo la solitaria luna quiso estar presente, la redonda señora parecía mirarlo con expresión de superioridad. Incluso las estrellas rechazaron acompañarlo. En su fuero interno, hasta llegaba a comprenderlas.

Dejó caer el cuerpo rendido sobre el sillón. No le quedaban fuerzas ni ánimo para hacer nada más que refugiarse en la pena, el dolor y la vergüenza. Ya había empleado demasiadas noches devanándose los sesos, tratando de saber si hizo lo correcto. Si dar crédito a las palabras de sus más allegados, en el cuidado del resto de la manada, fue lo mejor. Demasiadas noches pensando posibles caminos alternativos al que tomó y sus correspondientes consecuencias. Demasiadas repitiéndose a sí mismo que aquella decisión, tomada justamente un año atrás, fue la mejor para la mayoría. ¿Pero en qué situación lo dejaba a él? Como Alfa, no pudo hacer otra cosa. Y a aquellas alturas, un año después, aún no era capaz de mirar a Erinia a los ojos.

Erinia.

La había visto crecer y convertirse en una bellísima mujer. Una hembra por la que muchos habrían dado todo lo que tenían en el mundo. También él.

Había reído y compartido con ella momentos que siempre atesoraría. Con ella, podía permanecer en silencio y decirlo todo sin mediar palabra. Podía perderse en su mirada lánguida por toda la eternidad, sin pensar un sólo segundo que desperdiciaba el tiempo. Podía maravillarse, una y otra vez, admirando su sonrisa, la misma que animaba su interior, su vida, su alma y toda su existencia. Con ella había aprendido lo que era amar. ¡Maldito fuera el destino! ¡Y maldito también él por lo que hizo!

Una y otra vez, la misma imagen se repetía en su mente, como un film de bajo presupuesto, ajado y envejecido. La noche, azotada por un fuerte vendaval, y el mismo cielo que ahora reinaba contemplaron lo ocurrido.

El aire se arremolinaba en su largo cabello negro, fustigando su rostro y entorpeciéndole el avance, como si de aquella forma, el mismísimo destino quisiera retrasar lo inevitable. La linde del bosque, a pocos metros de la población más cercana, se le antojó como el borde del precipicio por el que estaba a punto de precipitarse. Encontró a Saur en el lugar donde le dijeron que estaría. Hasta el momento en que sus ojos se posaron sobre él, estuvo repitiéndose a sí mismo que no podía ser verdad, que aquel joven Híbrido no estaba jugando con dos barajas.

Su manada se lo había dado todo, le había proporcionado a él y a su hermana Erinia, una vida segura, llena de comodidades. Verle reunido con aquellos cazadores, confirmando las acusaciones que sus licántropos de confianza habían vertido sobre él, era lo último que hubiese deseado presenciar. Pero los hechos no admitían excusas.

Esperó hasta que los cazadores desaparecieron y él comenzaba a regresar a su hogar para advertirle de su presencia.

¿Por qué, Saur?

—¡Vael! —Lo saludó con una nerviosa sonrisa—. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?

—El suficiente para ver cómo traicionas a la manada —ni siquiera tuvo la decencia de negarlo—. ¿Por qué lo haces? ¿Acaso no has recibido todo aquello que un hombre anhela? ¿No se te ha proporcionado todo cuanto deseabas?

El hermoso rostro de Saur cambió por completo. En pocos segundos, los rasgos aniñados fueron borrados y sustituidos por otra expresión que gritaba a los cuatro vientos su verdadero sentir. Vael, sorprendido ante la ira que reflejaban sus ojos, dio un paso atrás inconscientemente.

—¿Y qué hay de una vida normal? —exclamó—. ¡Desde el momento en que nos llevaste con los tuyos, nos privaste de eso! ¡No preguntaste que queríamos, si lo deseábamos o no!

—Érais Híbridos. Dos Híbridos huérfanos. Probablemente habríais muerto de no ser por nosotros —trató de hacerle comprender.

—¿Y si no? ¿Y si hubiéramos podido salir adelante? Pero no, tu prepotencia es tan grande que ni siquiera nos otorgaste la posibilidad de decidir. No nos dejaste elección.

—¡Podéis elegir! Tanto tú como Erinia, podéis escoger el camino que queráis tomar: seguir siendo humanos o la transformación completa. Lo sabes.

—¿Y qué tipo de vida podemos tener si elegimos seguir siendo humanos? ¿La misma que hemos llevado hasta ahora? ¿Rodeados de licántropos por todas partes? ¿No pudiendo relacionarnos con el resto del mundo, por vuestro miedo infinito a ser descubiertos?

—¡Conoces las reglas, Saur! ¡Yo mismo te las enseñé!

—¡Desde luego que las conozco! Y por eso, porque tengo ese conocimiento, he tenido que hacerlo.

—¡Por todos los dioses! ¿Qué has hecho?

El traidor clavo los ojos en el suelo, como si buscara eludir la respuesta.

—¡Saur! —lo agarró por los hombros y lo zarandeó hasta que este lo miró. Sus ojos desprendían el desdén y el odio que sólo había visto entre los Infectados.

—Solucionar el problema —anunció con convicción—. La mejor forma de acabar con él es atacar su raíz, erradicar lo que lo produce, así que eso es lo que he hecho.

Vael sintió como la energía que animaba a la bestia se extendía con velocidad. La sed de venganza y sangre se adueñaba de todo su ser rápidamente. Saur también notó como los ojos de su mentor, antes de un delicado azul, cambiaban de tono para tornarse del color del mar embravecido.

Lo sujetó por las solapas de su abrigo y lo elevó un palmo por encima del suelo.

—No me das miedo, Vael. ¡Adelante! ¡Transfórmate! ¡Mátame si es tu deseo! Pero eso no detendrá lo que ya está en marcha. Todos moriréis. ¡Todos!

La frialdad que mostraba Saur frente a su inminente muerte, consiguió que el raciocinio imperara en Vael y pudiera controlarse. Soltando a su presa, lo miró de nuevo con ojos humanos, escudriñando en su interior, intentando vislumbrar hasta qué punto la locura había hecho mella en aquel joven al que, hasta hacía muy poco, había querido como a un hijo.

—Márchate, Saur. Vete. No te quiero ver en la manada. Lárgate y trata de vivir esa vida que tanto deseas, esa por la que estás dispuesto incluso a matar inocentes —le dijo antes de girar sobre sus talones y comenzar a caminar.

Tenía que advertir a todos antes de que ocurriera la catástrofe.

Apenas había avanzado unos pasos cuando sintió como el frío acero se abría paso en su carne, se clavó en su espalda a la altura del corazón, peligrosamente cerca. El dolor lo atravesó y le nubló el sentido por completo, acto que dejó el paso libre al animal que lucharía por su vida hasta el último aliento.

Sus huesos comenzaron a crujir mientras cambiaban de forma, las rodillas invirtieron el ángulo y las piernas desarrollaron una musculatura sobrenatural destrozando, a su paso, el tejido que las cubría. El torso se ensanchó y las costillas se hicieron evidentes bajo la piel. Los largos y hermosos dedos fueron reemplazados por mortales garras afiladas y el bello rostro del hombre, aquel al que su hermana se refirió en varias ocasiones como el de un querubín maldito, se deformó por completo para pasar a mostrar las terribles fauces de una gran bestia negra.

Con un veloz movimiento e ignorando la herida infringida, el monstruo en el que se había convertido Vael, lanzó un certero zarpazo que envió a su agresor tres metros hacia atrás. Saur impactó con fuerza contra el tronco de un árbol y produjo un sonido que le heló la sangre: como la cáscara de una nuez al romperse.

Sólo entonces, su parte humana pareció reaccionar y tomar el control de las acciones. Se acercó al cuerpo inerte del muchacho para buscar, nervioso, una señal que le indicara que aún vivía. Un reguero de sangre procedente de la parte posterior de la cabeza comenzó a dibujar un oscuro e intrincado diseño, uniéndose con otros que aparecieron un segundo después.

La angustia comenzó a formar un gran nudo en la garganta de Vael y sus zarpas de lobo comenzaron a temblar, mientras su cuerpo volvía a adoptar la forma humana.

—Saur, ¿puedes oírme? —intentó—. ¡Saur!

Arrodillado junto a él, ni siquiera sintió en la piel desnuda el intenso y cortante frío de la noche invernal. Su mente, por completo anulada, no era capaz de asimilar un simple pensamiento mientras sentía como su alma se rompía en mil pedazos.

Había matado a Saur.

Y con ello, perdió el poco respeto que sentía por sí mismo.

Después de lo sucedido, su existencia jamás volvió a ser la misma, probablemente porque ni siquiera él lo era. Aquella fatídica noche lo cambió todo.

Todavía era el Alfa, el líder de la manada, después de haber combatido con la horda de cazadores que Saur envió y con los pequeños grupos que aún continuaban apareciendo, ninguno de los licos puso impedimentos para que siguiera ostentando el puesto. Pero no se sentía como tal.

Vael, dejó el sillón sobre el que se había desplomado, caminó despacio hasta donde las cortinas ondeaban con su extraño y rítmico baile para sujetarlas y salir al exterior. Aquella noche, un año atrás, había sentenciado definitivamente la posibilidad de una vida diferente, de una vida en la que lo acompañara Erinia. Quizá fue idea de ella que esa precisa noche se celebrara la ceremonia que uniría las dos almas con las que había nacido, para fundirlas y así convertirse en una de ellos finalmente.

Según marcaba la tradición, él debía estar presente y Dios sabía que era una prueba por la que hubiera vendido su alma para no tener que enfrentarla.

Jamás nadie se había atrevido a llamarlo cobarde y en realidad jamás lo fue. Pero con ella todo cambiaba. Con ella todo se complicaba hasta el punto de hacerlo intolerable.

Apoyado en la balaustrada, dejó vagar los ojos sobre las tierras que se extendía frente a él. Desde allí, podía ver la entrada de la cueva donde, con toda seguridad, se encontraba la manada reunida para ser partícipes del grandioso evento.

—¿Qué demonios estás haciendo ahí? —le habló Zoltan desde abajo—. Vamos, deberías estar presente.

—Lo siento, pero no puedo, no esta vez. El Consejo lo comprenderá.

—Por supuesto que el Consejo lo comprenderá, pero ¿y Erinia? ¿Lo comprenderá ella?

—Ella mejor que nadie.

—Vael, ¿hasta cuándo te culparás por la muerte de Saur? Ese perro lo merecía. Además, fue un accidente.

—Eso lo dices porque no estabas presente, te aseguro que mi otro lado sabía perfectamente lo que hacía.

—Sabes tan bien como yo, que hay momentos en los que el instinto de supervivencia es demasiado fuerte como para controlar a la bestia. Ni con el amuleto puede hacerse. Deja ya de atormentarte.

—No puedo, Zoltan. No hoy.

—Eres tan tozudo como ella.

—Ve tú, viejo amigo, asegúrate de que todo se realiza correctamente. Confío en ti.

Zoltan lo saludó con un ademán y desapareció en la oscuridad. Le hubiera gustado decirle que también se llevara con él una parte de su corazón para ofrecérselo a Erinia como ofrenda a su nueva vida, pero ella nunca lo habría aceptado. Jamás le perdonaría la muerte de su hermano.

De nuevo la insoportable soledad lo atravesó como un puñal candente. Debía acostumbrarse. Debía aceptar que siempre sería así, toda su existencia, hasta que la muerte se apiadara de él y lo enviara de cabeza al infierno.

Mientras tanto, viviría recordando los buenos momentos pasados con ella. Tiempos en los que nada importaba, sólo ellos dos; Erinia junto a él en aquel remanso del río, donde la luna fue testigo de su entrega. En aquel lugar, tras dejar de lado cualquier otro pensamiento, sus mentes sólo fueron capaces de pensar en el otro y sus almas únicamente anhelaron unirse. Allí, cualquier medio de medir el tiempo quedó inservible, porque sólo el rítmico latir de sus corazones marcó el transcurrir de las horas. El precioso momento en el que su dulce timidez aún la hizo más hermosa.

 

En este punto, el narrador miró a su esposa con una promesa prendida en las pupilas. Ésta, atenta a la historia y absorta en las tiernas sensaciones que siempre le producía la voz de su amado, le devolvió el gesto con una sonrisa cómplice antes de que reanudara la lectura.

 

La recordó tan bella que le dolía hasta las entrañas al contemplarla. Cubierta de pequeñas gotas de agua que brillaban como diamantes por todo su cuerpo. El rostro sonrojado al notar su presencia.

Trató de cubrirse, pero los ojos de Vael ya habían cometido en el pecado mortal de mirarla y se negaban a tener en cuenta nada más. Su cuerpo reaccionó al instante, deseándola, y se preguntó cómo sería recoger con sus labios, cada una de las pequeñas y líquidas piedras preciosas; le ardía el interior por la necesidad de tocarla, de acariciar cada una de aquellas deliciosas curvas; de hacerla suya, para siempre.

Durante varios minutos no ocurrió nada más, el mundo se detuvo por completo mientras se miraban, absortos el uno en el otro, con los ojos trabados en medio del espacio que los separaba.

Intentó hablar, hacerle saber lo que sentía, lo que estaba sufriendo. Pero de sus labios sólo escapó un jadeo; el murmullo ininteligible del tormento.

—Vael.

El sensual movimiento de los húmedos labios de Erinia, al pronunciar su nombre, lo perdió. Aquellas cuatro letras fueron el único hechizo necesario para romper su inmovilidad, ya no pudo contenerse y avanzó hasta ella.

Evocó su sabor y el suave tacto de su piel. Recordó cómo la luz de la luna incidió en todo su cuerpo y la hizo parecer una diosa reverenciada en los albores de los tiempos. Casi volvió a sentir los brazos rodeándola y cómo ella dejó a un lado todo recato virginal para entregarse.

Hicieron el amor apasionadamente, una y otra vez, hasta que la claridad del día los encontró abrazados y satisfechos, doloridos pero rebosantes de felicidad.

Lágrimas de dolor y ansiedad resbalaron por sus mejillas al revivirlo todo. El amor encontrado y perdido y, en ese momento, convertido en un rencor que los corroía por dentro. Dos almas gemelas que fueron unidas para después ser separadas brutalmente y que, ahora, se pudrían en la oscuridad de la incomprensión más absoluta.

—Erinia… —suspiró apesadumbrado, mientras se dejaba vencer por la culpa y hundía la cabeza entre los hombros.

No supo cuánto tiempo estuvo allí, apoyado en la pétrea y fría balaustrada y tampoco importaba. El presente sólo era un retazo más de su vida que quedaría olvidado entre muchos otros que estaban por venir.

—¡Alerta! ¡Cazadores!

Vael abrió los ojos para clavar la mirada en uno de los vigilantes del perímetro que avanzaba veloz hacia él.

Dejando de lado cualquier pensamiento, adoptó la forma de la bestia al instante y, sin ningún esfuerzo, saltó por encima del pequeño murete. En un parpadeo se encontró en tierra, frente al joven iniciado quien, al reconocerlo y con los ojos exageradamente abiertos, comenzó a explicarse atropelladamente; sin aliento.

—Cazadores. Muchos. Decenas de ellos.

—¿Dónde? —lo urgió tomándolo por los hombros.

—Aparecieron de la nada. Están atacando por todas partes.

—¿Y qué hay de la cueva?

—También allí.

Fue lo único que Vael necesitó saber. Dejó al muchacho sin decir nada más y se lanzó hacia el lugar con el corazón en un puño. Erinia estaba en peligro.

El bosque ardía. El resplandor del fuego le permitió seguir la trayectoria realizada por los cazadores que llevaba a varios puntos del asentamiento, pero a él sólo le importaba uno de ellos.

Cualquier grito que registraba sus oídos, le sonaba como el último lanzado por ella. Cualquier cuerpo destrozado que encontraba en su camino, atormentaba su mente por unos instantes hasta que reconocía los rasgos de otros. Mil veces vio morir a Erinia y, otras tantas más, sus sentidos desmentían la terrible visión. Sus poderosas patas tragaban metros y metros de terreno, pero aún así parecía no llegar nunca a su destino que parecía estar paradójicamente cada vez más lejos.

—¡Vael! —lo llamó Zoltan—. Los alrededores de la cueva son un infierno. Las llamas lo están consumiendo todo.

—¿Y Erinia?

—Lo siento. No la he visto.

—Necesito saber que está a salvo.

—Allí no queda nada, sólo muerte por todas partes. No te acerques.

Pero Vael, ya no escuchaba. En su mente sólo un pensamiento imperaba: saber qué había sido de su amada; qué había sido de Erinia.

Cuando llegó a la entrada la violencia de las llamas reducían a cenizas todo lo que encontraban a su paso. Cubriéndose los ojos, mientras retrocedía, trató de averiguar si tras la cortina de vivaces llamas anaranjadas podría localizarla.

—¡Erinia! —la llamó.

Nada. Sólo el silencio dio respuesta a la llamada. Sus ojos se movían nerviosamente, como con vida propia, buscando indicios que pudieran mostrarle el camino a seguir para dar con ella. Cualquier cosa, por mínima que fuera, le serviría.

La búsqueda visual tampoco dio resultado. Sentía el corazón martilleándole en el pecho. Su mente se resistía a encontrar un final satisfactorio y le torturaba con imágenes continuas en las que Erinia aparecía muerta, con el pecho destrozado, arruinada su persona para siempre.

—¡No! —exclamo.

Girando sobre sí mismo, inició su carrera de vuelta. A lo lejos podía distinguir más llamas y algo de movimiento; en aquel punto se estaba desarrollando una batalla. Se lanzó a toda velocidad, con la esperanza de encontrarla, de que alguno de sus licos hubiera tomado la determinación de protegerla.

Un grupo numeroso de cazadores luchaban contra varios de los suyos, que, aun estando en desventaja numérica, conseguían mantenerlos a raya y los hacían retroceder hacia el bosque de nuevo gracias a su poder y su fuerza.

Uno de los integrantes de los luchadores se acercó a él.

—¿Has visto a Erinia?

—No, Vael, lo siento. No he visto ni el más mínimo rastro de ella.

—¿Dónde empezó esto?

—En los alrededores de la cueva. Al principio eran muchísimos, varias decenas. Ahora ya no quedan tantos. Este grupo de aquí y otro más pequeño en el lado opuesto del asentamiento. —Al oír que había otro ataque en un punto diferente, su esperanza de que Erinia pudiera estar allí se avivó.

—¿Has estado en ese lugar?

—Sí, de allí vengo. Zoltan me envió.

De nuevo sintió como la desesperación lo arañaba por dentro. Si el lico había estado presente y no vio a Erinia, era probable que ella hubiera tomado otro camino distinto. No sabía qué hacer, adónde dirigirse, a quién preguntar. Todo su ser ansiaba encontrarla, saberla sana y salva, pero su cerebro se negaba a dar con una solución.

Una idea comenzó a surgir, como una tenue luz que fue adquiriendo brillo e intensidad a medida que creía en ella. Al inicio de aquella barbarie, Erinia se encontraba en la cueva realizando el rito de unión de almas, por lo que si la ceremonia se completó con éxito, ella debía ser ya un licántropo y reconocería su llamada nada más oírla; algo que esperaba en lo más profundo de su corazón.

Con las fuerzas y el deseo nuevamente renovados, corrió como si su misma vida le fuera en ello hasta alcanzar la almena de vigilancia. De dos potentes saltos se encaramó a ella y, tras levantar el rostro hacia la luna, aulló desesperadamente. Inmediatamente después, puso todos sus sentidos en captar cualquier respuesta, aguzó el oído como sólo los de su especie podían hacer y olisqueó el aire, tratando de encontrar en él cualquier mínimo aroma que pudiera traerle. Pero el viento solo le devolvió la batalla que aún se libraba bajo sus pies.

 

—¡Guau! Papi, pobre Vael. ¿Y Erinia le contestó? —preguntó su pequeña hija, quién, sentada en la alfombra junto al hogar, picoteaba de la bandeja de dulces y se afanaba con el juego de construcciones que le había obsequiado Koram.

—No me interrumpas, Citlalli. ¿Quieres saber el final?

—Claro.

—Pues escucha en silencio.

—Lo siento. Sigue, por favor.

La pequeña se retiró un mechón de pelo hacia atrás y volvió a centrarse en su tarea, no sin antes compartir con su joven benefactor, y cómplice de travesuras, una mirada triunfadora que decía a las claras conocer el malestar que la interrupción producía a su padre, incluso antes de haberla llevado a cabo.

Koram le sonrió divertido.

Lucan se aclaró la garganta y continuó.

 

Lo intentó de nuevo. Llenando de aire sus pulmones hasta sentirlos completamente henchidos, lanzó su llamada a la noche.

Esa vez, junto con el sonido de la lucha, el aire trajo consigo un aullido de dolor y Vael, sin pensarlo dos veces, saltó de la torreta hacia el lugar donde se había originado.

Ráfagas de blanquecino aliento surgían de sus fauces y flotaban unos segundos a su lado durante la carrera. La garganta y el pecho le ardían. Nada más estuvo en el bosque y, ayudándose de las garras, apartó la maleza que le impedía seguir adelante. Varias ramas hirieron su cuerpo y arrancaron gotas de sangre; su corazón bombeaba alocadamente y sentía los latidos en cada fibra de su ser; los potentes músculos temblaban sensiblemente por el sobreesfuerzo y la necesidad de llegar lo antes posible hasta su objetivo, al tiempo que un terrible pensamiento lo acompañaba con cada zancada.

Aunque se negaba a aceptarlo, había reconocido la nota de absoluto horror en la respuesta de Erinia. Sin cesar en su carrera, volvió a llamarla y esperó mientras deseaba que no fuera demasiado tarde para ellos.

Comenzaba a amanecer y el cielo ya mostraba los primeros tintes dorados que aclaraban el manto negro de la noche cerrada.

—Vael…

Ella susurró su nombre.

El ritmo en las venas se le aceleró aún más, hasta inflamarlas por la presión. Sentía el pulso en las sienes y a punto de estallar todo su cuerpo.

La encontró en un pequeño claro rodeado de altos árboles y espesos arbustos, tirada en el húmedo suelo que embarraba el delicado vestido de encajes, el que había elegido para la ceremonia. Muerta, como una muñeca rota y olvidada; sus piernas, en un ángulo extraño, mostraban heridas sangrantes; el rostro, aún hermoso, estaba surcado por lágrimas que dibujaban blanquecinas sendas en la fina capa de suciedad que lo cubría; el cabello estaba enmarañado entre hojas y pequeños guijarros y su pecho abominablemente desgarrado, horadado hasta dejar ver las entrañas.

En ese momento Vael perdió todo sentido de la realidad. Notó como si le hubieran arrancado los pocos resquicios del alma humana que le quedaban de un letal y desalmado zarpazo. Cayó de rodillas frente a ella, como una marioneta sorprendida en plena ejecución de movimientos a la que hubiesen cortado los hilos. Se derrumbó a sus pies para abrazarla, desesperado.

Erinia había usado las últimas energías para susurrar su nombre.

—¡Saur! Donde quiera que estés, maldito seas por los siglos de los siglos. Tu ira y tu incomprensión permanecerán en este claro por siempre jamás, como la peste que pudre toda bondad. —Hundió el rostro en su regazo—. Perdóname, mi amor. Perdóname.

El despiadado dolor ensartó su cuerpo y, tras elevar de nuevo el rostro hacia el ya dorado cielo, se clavó sus propias garras en el pecho mientras rugía hasta romperse la voz, hasta hundirse, cada vez más, en la completa locura.

 

—Aún hoy, los que habitan esas tierras cuentan que es posible ver a la pareja pasear por los bosques. Cuando los primeros rayos de sol inician su ascenso y acarician las copas de los árboles, se les puede ver mientras se abrazan el uno al otro y se aman en silencio —terminó.

Lucan observó el rostro de su esposa quién, con los ojos clavados en los pies, parecía no querer salir del trance en el que el relato la había inmerso.

—¿Estás bien?

—Sí —le sonrió asintiendo.

Lucan alzó las manos hacia ella y Manon aceptó el lugar que su esposo le ofreció junto al pecho. Sintió agradecida como la rodeaba cariñosamente con los brazos y  depositó un suave beso en su mejilla.

—Ha sido un final un poco triste, papi. Que muriera Erinia no ha sido muy justo.

—El mundo no lo es, cachorrita.

—¿A quién le toca ahora? —preguntó Koram.

—Creo que a mí. Pero no sé si estaré a la altura. —Manon puso los ojos en blanco ante el reto.

—Gracias, Koram —dijo la niña, con un brillo especial en los ojos plateados como los de su progenitor, mientras aceptaba una nueva golosina.

—Citlalli, deja de comer porquerías. Ya has tenido suficientes por hoy, ¿no crees? —la regañó su madre.

—Esto de los cuentos de Halloween ha sido una gran idea —compartió Koram y, dirigiéndose a la pequeña, añadió—. Jamás hubiera imaginado que tu papá fuera tan buen narrador.

—Hay muchas cosas que no sabes de mí. Entre ellas, lo que haré contigo si no dejas de ofrecer dulces a mi hija.

Manon rio a carcajadas. Adoraba las noches en las que la familia se reunía para compartir cualquier cosa. Incluso las travesuras de su pequeña hija, con el apoyo incondicional que Koram siempre le prestaba.

 

Capítulo 1

Salió del coche todavía esbozando una amplia sonrisa. Con las llaves en la mano, se cruzó de brazos y recostó la espalda contra la puerta al cerrar. Su plan por fin daba frutos. Había costado, desde luego, Manon no se dejaba convencer fácilmente. Era de las que respaldaba con férrea firmeza la capacidad de las hembras para defenderse solas y a eso no podía mostrar objeción, después de todo, su hija era una Pura que se instruía para formar parte de la milicia. No obstante, tras hacerle notar los reiterados retrasos de Citlalli y las continuas reyertas que se producían últimamente en los alrededores de Uppsala, claudicó. Sabía que sería mucho más fácil conseguir que lo hiciera una madre. Lycaón estaba demasiado orgulloso de la decisión y las aptitudes de su hija como para hacerlo.

Así que allí estaba, dispuesto a recoger y escoltar a Citlalli hasta Skokloster.

La joven se había convertido en una beldad sin parangón, con el oscuro cabello rizado de la madre y los ojos plateados del padre. Pero no era su única virtud. Koram podía verle muchas y todas ellas maravillosas. Él mismo las había cuidado y fomentado a lo largo de su crecimiento. Desde el instante en que la tuvo en sus brazos, siendo una recién nacida, le robó el corazón. Y seguía perteneciéndole, aunque ella aún no lo sabía. Pero estaba a pocos días de solventar ese pequeño detalle. Verla crecer; participar en sus travesuras; encubrirla cuando llegaban a ser algo más; reír con ella; compartir secretos, inconfesables a los adultos… El poco tiempo que necesitaba una Pura para madurar físicamente fueron maravillosos y estaba dispuesto a seguir haciendo de su vida un camino de pétalos de rosas.

Ella lo merecía todo.

Repasó su atuendo por enésima vez: su mejor pantalón, un exclusivo jersey negro y la cazadora de piel. Botas lustradas y… Se permitió un vistazo a su reflejo en la ventana del coche. Peinó el flequillo con los dedos hacia atrás con rápidos movimientos hasta quedar satisfecho.

Perfecto.

No tuvo que esperar demasiado hasta que las primeras cadetes comenzaron a salir. Respiró profundamente y se irguió antes de sacar pecho, mientras enfundaba las manos en los bolsillos y trataba de controlar la idiota sonrisa que acudía a sus labios una y otra vez. Casi podía oír los comentarios de Varulf al respecto: «Sobre todo no vayas a mearte en las esquinas, pimpollo». Esa era una de sus frases preferías antes de, por norma general, encajarle una colleja. ¿Por qué, de todos cuantos habitaban Skokloster en aquellos días, tenía que ser él quien intuyera sus sentimientos?

Aun separados por muchos metros de distancia y la valla que rodeaba el recinto, sus ojos dieron con ella antes incluso de que su cerebro les ordenara buscarla. La vio bromear con algunas compañeras, reir y realizar movimientos con las manos como si estuviese reproduciendo algún ejercicio físico recién aprendido. No pudo menos que sonreír mientras la contemplaba compartir así su felicidad. Pero el gesto se le quedó congelado en los labios en el mismo instante en que unos brazos masculinos rodearon el talle de Citlalli desde atrás y, el corazón amenazó con salírsele del pecho, cuando ella se giró para rodear el cuello del macho del mismo modo y ofrecerle un rápido beso en la mejilla.

¿Quién era ese que se atrevía a tocarla? Sintió como los puños se le cerraban solos a los costados y a su interior acudía la poderosa fuerza de los elementos que le habían sido otorgados hacía tan solo unos meses durante los rituales para convertirse en Nagual.

—Qué suerte tienen algunos, ¿verdad? —Oyó una voz junto a él—. Da mucha rabia cuando tú tienes que currártelo tanto para llamar la atención de la hembra y otros las tienen únicamente chasqueando los dedos. Esto de los niveles de pureza es una mierda.

Koram consiguió apartar, no sin esfuerzo, la envenenada mirada de la pareja, que seguía sonriendo mientras se encaminaban hasta una motocicleta de gran cilindrada aparcada dentro del recinto. Miró al recién llegado, quien se afanaba en pasar los brazos por las asas de una mochila para colgársela a la espalda. Era un licántropo muy delgado, vestido con un tejano y una camisa a cuadros. Aparentaba más o menos su edad física, llevaba el pelo castaño claro casi rapado al cero y, quizá por eso, los enormes ojos grises resaltaban aún más en el anodino rostro. No encontró rastro de burla en sus gestos. Aún así, sin responder a su comentario, Koram optó por volver a clavar la mirada en la razón de su enfado.

—No te preocupes —añadió el joven acompañando las palabras con un movimiento de la mano que quitaba importancia a aquella relación de la que estaban siendo testigos—, en unos días, él le habrá roto el corazón y podrás dedicarte a recoger sus pedacitos. Es el pasatiempo preferido de ese tipo.

—¿Sabes quién es? —escapó de sus labios al tiempo que sentía como la ira acudía de nuevo con la simple mención del sufrimiento futuro de Citlalli.

—Claro. Todo el mundo lo conoce. Es uno de los pocos machos que hay en la Jauría.

—¿Y qué demonios pinta aquí? ¿No debería preocuparse de la seguridad de los miembros del Consejo como es su deber?

—Viene de vez en cuando, a petición de las coordinadoras para realizar clases prácticas. Como son todas hembras no es de extrañar que soliciten a un macho para ello. Sobre todo cuando el individuo en particular se presta con tanta facilidad al flirteo. Existen muy pocos machos Puros y, los que hay —dijo mientras se encogía de hombros—, se aprovechan de ello.

«Ciertamente los niveles de pureza son una mierda», se dijo. No era justo que Citlalli se sintiera atraída por un desconocido únicamente porque fuera Puro.

—¿Y tú quién eres? ¿Cómo es que sabes tanto?

—Trabajo en el mantenimiento del recinto, eso me permite enterarme de los cotilleos —respondió sonriendo y levantando la cejas repetidamente. Se acercó a él y le ofreció una mano—. Mi nombre es Hund.

—Koram —se presentó aceptándola.

—Un placer. Lo dicho, Koram. No le des más importancia. Estoy seguro de que dentro de unos días, cuando ese tipo se canse de ella, volverás a tenerla llamando a tu puerta.

—Sí, ¿pero en qué estado? —comentó apesadumbrado y sin apartar los ojos de la pareja. Citlalli se subía a la motocicleta de aquel odioso licántropo hormonado y se sujetaba a él, rodeándolo con los brazos y pegando el rostro a su espalda mientras sonreía tontamente.

—Si… —respondió Hund tras seguir la mirada de Koram—. Eso es lo complicado, pero sabrás como consolarla.

—Quizá hubiera podido hacerlo desconociendo el origen de su pesar, pero ahora que lo sé…

—¿Qué tiene eso que ver? —Hund lo miró como si estuviera delirando—. Seguramente, si tenéis confianza, ella te lo hubiera contado igual, ¿qué diferencia hay?

—La diferencia es que ahora sé con seguridad que va a sufrir. Eso implica que en el futuro, cuando ocurra, tampoco podré ocultarle que sabía que pasaría y ella me recriminará el no haberla alertado.

Hund resopló mientras hundía las manos en los bolsillos.

—Joder tío, ahora me sabe mal habértelo dicho. Ya me lo decía mi madre: calladito estás más guapo —dijo dándole a la voz un fingido tono agudo.

—No importa —Koram por fin pudo arrancar la mirada de la espalda de Citlalli mientras ésta se alejaba con el instructor, por la carretera y a toda velocidad. Dio una patada a una piedra del camino y giró sobre sí mismo de regreso al coche.

—¿Cómo no va a importar? Ahora no podrás mirarla del mismo modo e incluso tú sufrirás sabiendo lo que la espera. Ella notará tu malestar y hará preguntas. Las hembras siempre las hacen, quieren saberlo todo. Pero lo peor es que cuando le digas la verdad no te creerá y hasta es posible que se enfade contigo.

—Puedes contar con ello.

—¿Y qué vas a hacer?

—¿Qué importa? Tampoco sé si hubiera logrado conquistarla aunque ese instructor no existiera —confió con aflicción—. Gracias de todos modos.

—Hum… Gracias por nada —comentó para sí mientras Koram abría la puerta del coche—. Se me ocurre… —dijo mirándolo, pero descartó la idea antes de formularla.

—¿Qué?

—Nada —dijo barriendo el aire con una mano—. Es una idiotez.

—Habla —pidió Koram interesado.

—Quizá si ella lo viera… Quiero decir si en lugar de que tú se lo dijeras, ella se diera cuenta por sí misma… Pero no, es mejor dejar las cosas como están. Estos líos no traen más que problemas. Lo siento, tío.

—Sí, gracias. No importa.

—Que te vaya bien —se despidió antes de dirigirse hacia el complejo militar.

—Gracias. Adiós.

El camino de vuelta no tuvo nada que ver con lo que había imaginado que sería: un paseo acompañado de la hembra más hermosa que pisaba la tierra. Ni siquiera el bonito paisaje sueco le devolvió algo del buen humor desaparecido. En su mente sólo hubo cabida para la imagen de una sonriente Citlalli aferrada a la espalda del maldito macho. Los celos consiguieron que incluso creara toda una personalidad, cada vez más retorcida, del licántropo traidor. Tampoco ayudó pensar en qué diría Manon cuando lo viera llegar sin su hija. Dudaba que se enfadara, más bien se reiría de él a mandíbula batiente, lo cual aumentaría su dolor.

Y ya no quería ni siquiera imaginar las bravatas de Varulf. La sola imagen de aquella dorada ceja arqueada y su sonrisa ladeada lo ponía increíblemente furioso.

Todo aquel compendio de pensamientos y visiones de su, más que posible, futuro próximo derivó en las últimas palabras de Hund. Se encontraba ahondando más en las dificultades o problemas que obtendría llevando a cabo la alocada idea de lograr que Citlalli fuera testigo directo de la naturaleza canalla de su enamorado, cuando un disparo hizo añicos el cristal de la ventanilla y casi pudo sentir el aire arremolinarse en torno a la bala disparada, seguida de centenares de pedazos cortantes.

—¿Pero qué demonios? —Exclamó azorado mientras trataba de recuperar el control del vehículo.

Manoteó el volante intentando volver a hacerse con la dirección, cuando un fuerte golpe lo sacó del carril y lo desplazó prácticamente fuera de la calzada. El pie voló hasta el pedal de freno al tiempo que maniobraba para evitar que la parte trasera del coche se rindiera por completo a la inercia del movimiento. Redujo la marcha hasta meter segunda y pisó el acelerador a fondo para volver a la carretera. El rugido del motor evidenció las revoluciones a las que lo estaba forzando y, con pericia, subió una marcha más antes de tirar del freno de mano para cruzar el automóvil frente al que lo había envestido.

—Hijos de perra —espetó al ver la figura de dos individuos—. No es el mejor momento para tocarme los huevos… —añadió mientras fruncía el ceño y se preparaba para terminar con ellos.

 

—Ayer registraron dos ataques más en Londres —informó Atrox.

—Lo mismo ha ocurrido en California según me han informado. Al menos cuatro ataques la semana pasada —dijo Anpu.

Varulf se arrellanó aún más en el sillón, hincando un codo en el reposabrazos para descansar la cabeza sobre la palma de la mano, suspiró audiblemente y cerró los ojos un instante antes de mirar a Lycaón y a Amarok, quienes aún no se habían pronunciado, y terminar en el egipcio, el único que había preferido seguir de pie. Selenia entró en la sala, cerró tras de sí y se apoyó en la pared junto a la puerta.

—El problema es que esto se verá agravado en poco tiempo —comentó al fin—. No sólo vamos a tener que lidiar con las ofensivas de esos grupos de humanos cazalobos.

Anpu asintió sabiendo de antemano a qué se refería, no así Lycaón quien arqueó una interrogante ceja.

—Dentro de nada veremos cómo aumenta la población de Infectados, lo que agravará la situación para nosotros —todos giraron el rostro para mirar a Selenia quién carraspeó antes de continuar—. No sólo tendremos que luchar para evitar que nos maten esos jodidos humanos, sino que además deberemos defender a sus congéneres del ataque de los Infectados para evitar que nuestra existencia deje de ser un secreto.

Todos, a excepción de Anpu y Lena, volvieron de nuevo los ojos hasta el Hati.

—En efecto. Esos tipos no hacen desaparecer nuestros restos mortales, se limitan a matar y dejar los cuerpos allí donde caen. Las alimañas se alimentan de ellos convirtiéndolas en una fuente inagotable de conversiones por mordedura. Estoy haciendo cuanto puedo para que las noticias de los recientes descubrimientos de esos restos licántropos no vean la luz, pero si sigue así nos será imposible detener el aluvión que se nos vendrá encima. Por no hablar de cuando los ataques de esos recientes Infectados aumenten —explicó el sueco.

—¿Se han dado casos ya?

—Sí. Nada que no podamos controlar de momento, pero si no paramos los ataques de los cazalobos, se multiplicarán exponencialmente. Anpu siguió a un grupo, los encontró mientras se preparaban para atacar cerca de Rinkeby, pero desaparecieron con muchísima rapidez. Eso me hace pensar que están organizados y disponen de efectivos para realizar acciones bien planificadas, por lo que deben tener una jerarquía y, por lo tanto, un jefe o alguien que los guíe. Tengo a Davor investigando quién pudo irse de la lengua en cuanto a la situación de locales regentados por licántropos. Einar está intentando concienciar a los Alfas del Consejo de que es necesaria una acción conjunta y organizada. Con todo y con eso necesito vuestra entera colaboración en esto. Cualquier información que os llegue puede ser útil y os agradeceré que me la hagáis saber sin demora.

—Ya decía yo que había pasado demasiado tiempo sin que ocurriera nada —se lamentó Lycaón.

—¿Sabemos algo de Fenrir? —Quiso saber Atrox.

—Nada aún —respondió Anpu.

—Un tipo como ese debe de estar planeando algo gordo. Dudo que se quede de brazos cruzados.

—Opino lo mismo. Imagino que debe estar reorganizándose —reconoció Varulf—. Tenía muchos contactos en el Consejo y fuera de él. Después de la purga todavía quedan algunos de aquellos que le fueron fieles y que han tenido que modificar su conducta con mi llegada al poder.

—¿Por qué los has mantenido? Tú puedes reconocerlos —apuntó Lycaón.

—Porque si Fenrir contacta con ellos y dan un paso en falso, estaré ahí para seguirlo, tirar del hilo y dar con ese hijo de perra. Ya conoces el dicho: ten a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más.

—¿Y si todo esto tiene algo que ver con él?

—Si es así mataremos dos pájaros de un tiro, ¿no te parece? —respondió el sueco componiendo una elocuente mueca hacia Atrox.

—¿Qué hay de ese bibliotecario? —Amarok lanzó la pregunta que rondaba en la cabeza de todos—. Es el único que le ha visto el rostro y podría identificarlo.

—Poca cosa —anunció Selenia—. Velkan desapareció después del asesinato de la madre de Varulf y el encierro de Heimdall.

Atrox dejó caer las manos sobre los reposabrazos del sillón donde estaba sentado antes de abandonarlo para ponerse en pie. Varulf siguió el resuelto movimiento del Alfa inglés con la mirada.

—Bien, ¿qué quieres que hagamos?

—Estad atentos a cualquier cosa. Incluso aquello que pueda parecer insignificante. Organizar a algunos grupos y patrullad las calles. No podemos permitir que los humanos encuentren más cuerpos o que las ratas se alimenten de ellos y propaguen las mutaciones.

—¿Quién se encarga de la búsqueda de Velkan?

—De eso me encargo yo personalmente —respondió Varulf—. Tengo la ayuda de Selenia. Al fin y al cabo a vosotros no os conoce. Se sabe en peligro así que no tiene sentido que recurra a rostros extraños.

—De acuerdo —respondieron.

—Bien. Podéis marcharos, excepto tú, Anpu. Quiero hablar contigo en privado.

El egipcio asintió y esperó a un lado de la sala mientras el resto la abandonaba. Varulf se recostó en su asiento y levantó los pies hasta dejarlos reposar en el borde del escritorio, cruzando las manos sobre el vientre.

—Necesito que te des una vuelta por el Latin Kiss para ver si Davor ha averiguado alguna cosa. De paso, husmea el ambiente por el barrio.

—Dalo por hecho.

El Hati volvió a cambiar de posición y devolvió los pies a tierra antes de continuar.

—Imagino que debes estar enterado de que nuestro pimpollo bebe los vientos por la hija de Lycaón y Manon —comentó a bocajarro. Anpu asintió—. Creo que lo mejor para todos es que siga siendo un secreto. Aunque sea a voces —añadió poniendo los ojos en blanco.

—Estoy de acuerdo. Koram podría entender como una aceptación el hecho de que se tratara ese asunto de forma abierta y, aunque no me disgusta la idea, no es el momento de que tenga la cabeza puesta en nada que no sea su instrucción.

—Bien —dijo Varulf abandonando el asiento—, entonces hemos terminado. Espero noticias de Rinkeby.

Anpu asintió y se dirigió a la puerta. Pero, antes de que la abriera, el sueco volvió a llamar su atención.

—No seas duro con él —añadió refiriéndose a Koram con un intenso brillo verde en los ojos—. Ese papel me corresponde a mí, ya lo tengo acostumbrado.

—Descuida.

 

Apenas se había cerrado la puerta tras la espalda de Anpu cuando un nervioso Koram se cruzó en su camino. Agitado, caminaba raudo en dirección a su habitación.

—¡Anpu! —dijo al verlo—. Iba ahora mismo en tu busca.

—¿Qué ocurre?

—Volvía de Uppsala cuando un coche con dos humanos dentro ha intentado terminar conmigo. ¿Qué está ocurriendo? ¿Se han vuelto todos locos?

—Debes tener cuidado. Según nos ha informado Varulf se están produciendo muchos ataques a licántropos. Creemos que son grupos organizados de cazalobos.

—Un momento, un momento —repitió. Sus ojos violetas se convirtieron en dos finas rendijas y levantó las manos a la altura del pecho—. ¿Nos ha informado? Eso suena a reunión.

—En efecto.

—¿Os habéis reunido sin decírmelo? —Al exponer la pregunta el rostro mostraba una incredulidad genuina y dolorosa—. ¿Acaso yo no pinto nada? ¿Cuándo vais a dejar de tratarme como a un novato? He estado décadas encargándome de los Iniciados, si para eso no lo era ¿por qué para esto sí? ¡Estoy seguro que todo es por culpa de ese… ese…! —Koram buscaba una palabra que definiera la repulsa y el odio que sentía hacia el sueco—. Todos lo adoráis desde que es el Hati, ya no recordáis que muchos de vosotros ni siquiera lo tragabais cuando no era más que un licántropo cualquiera, siempre pavoneándose de sus conquistas, sin preocuparse por nada más que por sí mismo.

—Tranquilízate, Koram —pidió Anpu con seriedad, pero sin alzar la voz ni un ápice—. ¿No has pensado en que, quizá, ahora que eres Nagual, todos quieren que te dediques exclusivamente a ese aprendizaje? Sabes que los doblemente malditos somos muy importantes, más ahora con estos ataques que estamos sufriendo. Nuestra ayuda es primordial para salvar vidas.

Ante la suave reprimenda, Koram bajó la mirada. Su maestro tenía razón, para ser completamente útil a la raza debía aprender el oficio que había elegido. Estudiar las plantas y las energías terrestres para poder dominar la magia de sus maldiciones, aún así y sabiéndose buen guerrero, una chispa de inconformismo siguió prendida en su interior.

—Vamos —Anpu posó una mano en el hombro del muchacho para animarlo—, sé que has estado muchísimo tiempo junto a Lycaón y has aprendido todo cuanto necesita saber un licántropo, tanto en la lucha como en muchos otros ámbitos. Pero ahora tu concentración en los rituales, amuletos y curaciones debe ser completa. No dejes que nada te aparte de ello y, así, pronto podremos contar contigo al cien por cien. Si no quieres informar personalmente a Varulf, yo lo haré por ti, ¿de acuerdo? —Koram asintió aún con la mirada clavada entre los pies—. Te espero más tarde en la biblioteca.

—De acuerdo.