Noche de ofrenda

Prólogo

Montañas Great Smoky (Carolina del Norte)

Quince años atrás

—Ha quedado muy bien, ¿verdad? —le preguntó él mirando orgulloso hacia todos lados y a ninguno en particular.

El pequeño fuego que habían encendido en la chimenea iluminaba las paredes de la cabaña aún por decorar.

—Sí, es muy bonita. Has hecho un buen trabajo.

—Hemos hecho un buen trabajo —rectificó—. Juntos.

—Aunque aún se ve vacía. —Sentía no poder participar económicamente en aquella cabaña del mismo modo en que lo hacía Unole. A cambio, intentó ayudarle en su construcción de todas las formas posibles.

—Nos encargaremos de llenarla de niños —dijo antes de volver a besarla con renovada pasión.

Galilahi le rodeó el cuello con sus brazos y respondió a su beso entregándoselo todo. Unole se separó un poco de sus ardientes labios y suspiró.

—Es algo tarde, deberíamos marcharnos. —Su dedo índice vagó perezoso por el canal que formaban los pechos femeninos.

Galilahi compuso un mohín de disgusto.

—Otras veces hemos estado hasta bien entrada la noche —repuso.

—Lo sé. Pero precisamente por eso los viejos comienzan a murmurar y no quiero que nadie diga nada feo sobre mi preciosa futura esposa. Además, creo que Anitsutsa se huele algo. Vigila todos mis movimientos y si no me encuentra en la cama… —Puso los ojos en blanco—. No quiero que descubra la existencia de la cabaña hasta que estemos a punto de casarnos.

—Tu hermana es increíble. Ya debería haberse dado cuenta de que lo nuestro va en serio. Estoy harta de oír lo de que sólo somos un par de niños.

—Déjala. No te preocupes, algún día acabará por aceptarlo. Lleva una temporada especialmente quisquillosa. Por lo visto las últimas noticias que le han llegado de ese Consejo, o como sea que ella lo llama, la han puesto más nerviosa de lo habitual —explicó. Unole dejó el lecho que hasta el momento habían compartido durante la última hora, sintiendo un acusado mareo—. Creo que hemos bebido demasiado —comentó sonriendo mientras se llevaba una mano a la frente como tratando de frenar así el bailoteo de su visión.

—Vuelve a la cama conmigo, Unole, está lloviendo, ¿vas a cambiar el calor de mis brazos por la helada lluvia? —tentó.

—No cambiaría por nada el calor de tus brazos, ni el de todo tu cuerpo —añadió acariciándola con la mirada—. Pero he de volver, lo sabes.

—Está bien —se dio por vencida y se levantó de la cama para tomar su ropa. La bebida ingerida también le jugó una mala pasada y perdió el equilibrio un par de veces en el proceso de vestirse.

—Además —añadió Unole abrazándola desde atrás—, pronto llegaré a la mayoría de edad y estaremos juntos para siempre. Ni los ancianos, ni Anitsutsa podrán oponerse.

Galilahi giró, encerrada entre los brazos de Unole, para recompensar sus palabras con un tierno beso.

—Venga, márchate —le dijo sin demasiada convicción mientras le propinaba un suave empujón en el pecho—. Tienes que descansar.

—Tú también deberías hacerlo ya.

—Y lo haré, pero primero quiero recoger un poco este desastre. —Señaló las botellas de cerveza, unas a medio consumir y otras vacías; restos moribundos de una tardía celebración por haber terminado la cabaña.

—Deberíamos haberla construido más cerca del poblado.

—¿Y tener que soportar las miradas furibundas de tu hermana mientras trabajábamos en ella? Ni hablar.

—De todos modos en algún momento tendremos que decírselo.

—Como has dicho, prefiero hacerlo cuando quede poco para la boda —sugirió traviesa. Unole rio.

—Prométeme que no te matarás limpiando esto antes de dormir. La mañana llega pronto.

—No te preocupes, no me importa hacerlo. Después de todo, no tengo a nadie con quien entretenerme, esto me mantendrá ocupada unos minutos —respondió con un deje de tristeza en la voz.

Él le tomó por los hombros para que lo mirara a los ojos. Aquellos profundos ojos negros que tanto amaba.

—En unos meses pondremos remedio a eso, ¿de acuerdo? —La sonrisa de Unole siempre conseguía hacerle olvidar cualquier cosa que no tuviera que ver con él.

—De acuerdo —aceptó con otra sonrisa como respuesta.

Se despidió de ella con un fugaz beso en los labios y tras hacerse con el paraguas se marchó. Galilahi permaneció por espacio de unos segundos con la mirada aún clavada en la puerta cerrada. La sonrisa que mostraba su rostro fue decayendo poco a poco hasta convertirse en un ligero eco de la felicidad vivida.

Pronto cambiaría el hecho de tener que despedirse cada noche. Pronto no tendrían que esconder su relación a Anitsutsa. Pronto todos comprenderían que no tenían nada que hacer frente al amor que se profesaban.

Suspiró y centró su atención en el desorden que reinaba a su alrededor. Martillos y sierras se entremezclaban con botellas y migas de los pequeños bocadillos que habían devorado.

Se afanó en recogerlo todo lo mejor que pudo, bregando con los estragos que estaba realizando el alcohol en su visión y su cabeza, cuando entre la ropa de cama reconoció el colgante de Unole.

Su hermana se lo había entregado aquel mismo día, según le había explicado, para alejar de él las malas vibraciones que lo rodeaban. ¡Maldita bruja!, pensó sabiendo que esas malas vibraciones a las que se refería no eran otra cosa que ella misma.

Su primer impulso fue lanzarlo a las llamas y dejar que éstas lo consumieran, pero eso podría meter en problemas a Unole.

No. Tenía que devolvérselo. Probablemente si llegaba a casa sin él y Anitsutsa lo notaba, volvería a tenerlo encerrado varios días como castigo. Cualquier excusa era buena para mantenerlo alejado de ella.

Con esa terrible idea en mente, se colocó el colgante en su propio cuello y salió al exterior sin pensarlo dos veces, con la intención de devolvérselo.

La insistente lluvia caía sobre ella pero no le importó en lo más mínimo. Unole le llevaba varios minutos de ventaja y no había tiempo que perder.

Dejó el camino que habían despejado de maleza, para ganar tiempo y terreno. Corrió sorteando árboles, tratando de abrirse paso por el bosque mientras la cabeza amenazaba con estallarle. La escasa iluminación, la pesadez que notaba en sus músculos y la visión borrosa, no la ayudaban demasiado.

—¡Unole! —llamó con la respiración agitada.

Algunos metros por delante de donde se encontraba, un movimiento llamó su atención. Se retiró el pelo mojado que el agua se empeñaba en adherir a su rostro y trató de enfocar en vano.

Esperó unos segundos y avanzó.

No recordaba con exactitud si alguna vez había oído hablar a los ancianos sobre osos que merodearan por aquella zona. Fuera como fuese, debía ir con cuidado.

De nuevo una sombra oscura se deslizó entre dos troncos y se detuvo.

—¿Unole?

Sólo obtuvo el repiqueteo de la lluvia como respuesta. El viento frío que se levantó de pronto para unirse al helado aguacero consiguió que Galilahi temblara presa de incontrolables tiritones.

Con paso vacilante siguió caminando. Tenía que encontrarlo. Llegó hasta los árboles que había estado observando. Allí la maleza era mucho más alta y le llegaba prácticamente hasta las caderas.

—¿Unole? —volvió a intentar.

Un rugido a su espalda le advirtió tarde del peligro. Lo que fuera que había atisbado momentos antes en ese instante se encontraba tras ella. El miedo tomó las riendas de sus reacciones y comenzó a correr alocadamente; el poblado ya no debía estar lejos. Pero apenas había dado dos o tres zancadas sus pies tropezaron con algo que la hizo caer de bruces.

Sus piernas quedaron sobre lo que creyó que debía ser una rama gruesa en el suelo y su cuerpo sobre algo viscoso.

El terreno estaba completamente enlodado.

Y era lodo lo que esperó ver en sus manos cuando logró centrar la mirada al intentar levantarse para reanudar su carrera y escapar de lo que la perseguía. Pero no fue así. No era barro lo que cubría sus manos, sus brazos y sus ropas. El terror recorrió su cuerpo cansado, añadió más dolor a todos sus huesos y paralizó sus músculos, cuando al fin pudo percibir un oscuro tono carmesí. Era sangre, aún templada, que resbalaba por su piel.

Miró al suelo irreflexivamente. Lo que había tomado como la rama que la había hecho tropezar no era otra cosa que una pierna, amputada, arrancada del tronco. El estómago se contrajo violentamente y amenazó con expulsar el contenido, mientras el cerebro intentaba procesar cuanto los ojos registraban. Hasta que alcanzó a vislumbrar la identidad de quién había encontrado la muerte aquella noche. Unole.

Las dos enormes garras que se cerraron entorno a sus brazos acallaron el grito que comenzó a emerger de su garganta, mientras sentía un fétido aliento sobre ella.

Con una fuerza que jamás podría ejercer un ser humano, la hizo girar para encararlo.

Nunca había creído las historias que contaban en el poblado acerca de los skinwalkers, jamás creyó que un hombre pudiera convertirse en semejante monstruo. Pero en aquella noche no había cabida para leyendas sino más bien para pesadillas. Con los ojos inyectados en sangre y las amenazadoras fauces entreabiertas, la increíble y fiera bestia  que estaba a punto de devorarla era aterradoramente real.

Fue entonces cuando ésta pareció reparar en algo que lo hizo retroceder apenas unos centímetros. Algo que colgaba de su cuello.

El colosal monstruo resopló, volviendo a salir de entre aquella mortal mandíbula un pútrido olor a descomposición, y tras soltarla de un empujón que la hizo caer de nuevo, desapareció en la espesura.

Después todo se volvió negro. Negro como el monstruo. Negro como el destino que la aguardó aquella noche tras la puerta por la que desapareció Unole.

 

Capítulo 1

Montañas Great Smoky (Carolina del Norte).

En la actualidad.

Amarok respiró profundamente, llenando sus pulmones de aquel limpio y perfumado aire. El viento, como respondiendo a su necesidad, jugueteó entre las copas de los árboles para después enredarse en matorrales y diminutas flores y, finalmente, introducirse por su nariz ofreciéndole el añorado aroma que tantas veces había tratado de recordar. Pero un recuerdo nunca podía compararse con la realidad, pensó con una sonrisa. La luz del sol arrancaba brillantes destellos verdes de las hojas aún tímidamente salpicadas de rocío. En el cielo, las nubes vagabundeaban perezosamente como sutiles pinceladas de blanco sobre el azul intenso de la mañana.

El viaje había sido largo y tedioso, pero una vez puestos los pies en su amada tierra pensó que merecía la pena. Oír de nuevo el rumor de las aves y los pequeños animales que poblaban el bosque era maravilloso. Por un momento consiguieron que olvidara el poco tiempo del que disponía para disfrutarlo; Anitsutsa ya habría iniciado los preparativos tal y como acordaran por teléfono la última vez.

Los años pasados en Londres junto a Atrox no consiguieron disminuir su amor por las Shaconage[1], las Montañas Humeantes.

Algunas veces, envuelto en la espesa niebla de la noche inglesa había cerrado los ojos y casi podido sentir que dejaba su cuerpo en la concurrida ciudad y su espíritu transportado a la quietud y solaz de los bosques. Pero sólo eran deseos, espejismos de su mente producidos por el anhelo del alma.

Ahora que el Nunhyunuwi era el Alfa de Inglaterra y compartía su vida con Koralli, la hermosa Original una vez humana y periodista que había tratado de descubrir su verdad, ya nada lo retenía allí. Saldada su deuda, ahora debía cumplir con el Pacto.

Pero, aún tenía algo importante que hacer. Un par de obligaciones requerían su atención y debía cumplirlas para sentirse en paz consigo mismo: la primera y más importante era para con su padre; la segunda, conseguir averiguar el secreto que guardaba el licántropo más extraño que jamás había conocido. Y sabía cómo hacerlo.

Varulf, o el sueco, como algunos lo conocían, era un ser de un único extremo y de un solo principio; el suyo propio. Y el problema no era ese en realidad, muchos otros licántropos preferían mantenerse lejos de manadas lideradas por un Alfa, tal y como él hacía, pero este en concreto parecía optar por aquellas en las que reinaba algún problema, alguna rencilla, algo que produjera luchas o simplemente diferencias entre bandas o incluso contra las normas del Consejo.

Era probable que si solo eso hubiera llamado su atención, el interés le hubiera durado a lo sumo unos días, hasta destapar el porqué de aquella rebeldía y su tendencia a combatir, pero no fue solo eso lo que descubrió. La marca, aquella marca que se dibujaba en su frente y que hablaba de la pureza del que la portaba, fue en definitiva lo que lo alarmó e impulsó a investigar más sobre él. Si Varulf era lo que sospechaba, debía informar al Consejo.

Caminó la distancia que lo separaba de la tumba a paso tranquilo y sus ojos recayeron sobre el lugar con pesar. En aquel hermoso paraje, protegido por altos y ancianos árboles, dormían el sueño eterno aquellos que ya habían abandonado el mundo de los vivos.

Depositando la mochila en el suelo, extrajo de ella el regalo hecho con sus propias manos.

—Querido udoda… —escapó de sus labios mientras colgaba el colorido presente en las astas que marcaban el lugar de descanso de su progenitor —, he vuelto para cumplir el juramento que firmaste con tu propia sangre y honrar así tu nombre, una vez más.

Recordó el rostro de su padre con todo detalle aun teniendo como inconveniente el tiempo que había pasado desde su muerte. Attacullakulla fue un gran hombre, un héroe entre los suyos, pero le había dejado un legado terriblemente pesado. A diferencia de muchos otros cherokees que recibían como herencia negocios rentables, bienes inmuebles o buenas cuentas corrientes, Amarok no disfrutaría de riquezas ni bienestar, a él sólo le restaba cumplir con el horrible destino que lo esperaba desde prácticamente su nacimiento como lico.

 

Qualla Boundary (Carolina del Norte)

—Creo que… Estoy casi seguro que era él.

—¿Crees? –preguntó Anitsutsa furiosa mirándole momentáneamente antes de volver a darle la espalda. —No me sirve que estés casi seguro.

El rostro del hombre mostró su disgusto ante la explosión de mal humor de la guardiana.

—Debes comprender que muy pocos de nosotros lo han visto en persona, y yo no soy uno de ellos.

Tenía razón. Odiaba reconocerlo pero Joseph tenía razón. Cerró los ojos con fuerza. El problema radicaba en que, si realmente era Amarok, no comprendía por qué no se había dirigido directamente allí. 

—Lo siento, Joseph —le dijo cuando este comenzaba a retirarse.

—Deberías descansar, Anitsutsa —contestó desde el vano de la puerta.

Descansar. Una bonita ilusión. ¿Cuánto hacía que no se permitía descansar? A decir verdad, ¿alguna vez lo había hecho? Quizá sí, pero hacía tantísimo tiempo que apenas podía recordarlo.

Volvió a centrar su mirada en el exterior; a través de aquella ventana podían verse las prístinas montañas. En sus cimas ya se insinuaba tímidamente la blancura de la nieve. En unos meses llegaría el frío, pero por el momento y hasta que eso ocurriera, las cabañas para turistas estaban llenas a rebosar y gran parte de las Great Smoky eran un hervidero de grupos de personas con ojos sedientos de la verde y salvaje belleza de la tierra.

Por eso la palabra descanso quedaba fuera de su vocabulario. La temporada de otoño en el albergue estaba resultando agotadora, la afluencia de viajeros era continua. Esto, junto con sus obligaciones como la Guardiana del Pacto, le absorbía cada minuto del día.

Quizá si Unole aún estuviera con ella todo habría sido diferente.

Una tristeza infinita y que jamás tendría consuelo se apoderó de su ser como siempre que recordaba su muerte.

Apretó los puños y respiró profundamente para intentar relajarse. Por su posición dentro de la tribu muchos la tomaban como ejemplo de persona dedicada al trabajo duro y con una templanza digna de admirar. No podía dejarse guiar por la emociones.

Con renovada energía nacida de la simple voluntad, abandonó la cabaña.

—¡Michell, recoge al siguiente grupo de turistas y después reúnete conmigo para organizar el espectáculo de mañana para el área este!

El hombre dio un brinco y se puso en camino.

—¡De acuerdo, jefa! —exclamó.

Giró sobre sus talones para dirigirse hacia el albergue y comprobar la buena marcha de la recepción de los nuevos clientes que llegarían en breve, pero de nuevo sus ojos volaron en busca de la montaña. Sus pensamientos consiguieron que frenara el avance. Otorgaría a Amarok aquel día con su noche antes de comparecer frente a ella. Ni una hora más.

 

Galilahi permaneció sentada mientras Phillip, el chico del reparto, terminaba su trabajo. Ya había entrado y salido de la cabaña dos veces, así que adivinó que estaba acabando con el encargo.

Trató de recordar, mientras pasaba el dedo por la reciente quemadura, si las galletas que había terminado de hornear a mediodía estarían a la vista del joven. El amortiguado sonido del ocasional ladronzuelo, que trataba por todos los medios no hacerse notar, le confirmó que así era, y sonrió para sí.

—Ya he terminado señora —dijo después de tragar con cierta dificultad para no delatarse.

—Está bien, Phillip.

—También he rellenado los cuencos de cuentas, he visto que casi no le quedaban. Pero tranquila, he respetado el orden de los colores. He cambiado las agujas por unas nuevas y le he dejado un carrete de hilo nuevo.

—Gracias, eres un buen chico. Tu padre debe estar orgulloso de ti.

—Si lo está, no es a mí a quién se lo dice.

Galilahi sonrió ante los pensamientos del joven formulados en voz alta.

—Todo llegará, Phillip. Recuerdo cuando todavía eras un niño y acompañabas a tu padre hasta aquí.

—Pero ya llevo meses realizando estos trabajos solo. Me gustaría que confiara un poco más en mí y me permitiera ayudarlo con la tienda.

—Ya lo haces, lo descargas de estas otras obligaciones.

—Pero ya soy un adulto —se quejó.

—Veamos cuánto has crecido. —Se acercó a él y posó las palmas de sus manos en el rostro del joven—. ¡Oh, sí! Has crecido muchísimo, eres prácticamente un hombre. ¿Qué edad tienes?

—Diecisiete recién cumplidos. Soy un hombre —reafirmó.

Galilahi volvió a reír, esta vez más abiertamente.

—Lo eres, desde luego. Bueno, cuando Joseph venga a final del mes hablaré con él para decirle lo bien que realizas tu trabajo, quizá así considere aceptar tu ayuda también en la tienda.

—¿Hará eso por mí?

—Claro —dijo, y sonrió con ternura.

—Gracias.

Pensó que le hubiera encantado poder verle los ojos chispear. Por el tono de su voz estaba segura de que así había sido.

—He de irme ya.

—Lo sé. Ten cuidado con esa camioneta.

—Lo tendré.

Esperó hasta que los pasos de Phillip se dirigieron a la puerta. A continuación, decidió que ya era hora de que ir a buscar un poco de agua al pequeño riachuelo que pasaba detrás de la casa y fue a por el cubo.

—¿Olvidas algo? —preguntó al joven aún parado junto a la entrada abierta.

—¿Cómo sabe que todavía no me he ido? ¿Cómo lo hace?

—Muy fácil, no he oído el motor de tu camioneta —rio.

—¡Oh! Claro —se carcajeó— Que tonto he sido —comentó mientras se alejaba.

Galilahi salió y apoyó la espalda en la cabaña mientras Phillip arrancaba su vehículo.

—¡Volveré mañana por la tarde para recoger las piezas de encargo!

—¡De acuerdo! —contestó y alzó una mano para despedirse de él. —¡Recuerda traerme la lona y los listones de madera que te pedí para cubrir el huerto! —Era importante protegerlo de la nieve que caería durante el invierno.

—¡Tranquila, lo recordaré!

Cuando el rugido del motor se perdió en la lejanía, se permitió relajarse un instante. 

Ya estaba avanzado el otoño y las visitas de Phillip probablemente serían menos asiduas. Lo añoraría.

Su familia había hecho un buen trabajo con él. Era responsable y educado, aunque estaba de acuerdo con el padre en que aún le faltaba madurar un poco más. Su pequeño hurto hablaba del niño todavía escondido detrás de aquel rostro de hombre joven.

En cierto modo, sonrió traviesa, ella tenía la culpa por dejar a su alcance, de manera tan flagrante, la tentación en forma de galleta. Pero, ¿a quién le amargaba un dulce?

Sintió el sol en el rostro, aquel día había amanecido con una temperatura muy agradable. Quizá un paseo hasta el río, por el simple placer de caminar y abandonar unos minutos la cabaña, no le sentaría mal. Después de todo, pronto no podría hacerlo. Por su invidencia, en un par de meses tendría que obligarse a la casi total clausura en su hogar, la nieve significaba para ella un peligro mortal. Y aunque hacía muchos años que había aprendido a no temer a la muerte, tampoco tenía necesidad de buscarla gratuitamente.

Tomó su callado con la mano libre y buscó el camino que ya no volvería a usar hasta el siguiente verano.

 

No se equivocaron. Amarok ya estaba allí, tal y como ellos dijeron que estaría. El maldito imbécil había cumplido con sus planes a la perfección.

Era tiempo de que él también pusiera en marcha su parte del acuerdo.

Hacía pocos días, no le había parecido tan lejano el momento en que le ofrecieron aquel trato y, sin embargo, habían pasado décadas. Después de todo, ¿quién hubiera pensado que hablaban en serio? Con todo el poder que manejaban, aún no comprendía el porqué de recurrir a una treta de semejante envergadura. ¿Pero quién era él para contradecirlos? Saldría ganando con el intercambio. Ya había conseguido parte de su recompensa y el resto lo obtendría con la entrega de aquellos documentos.

Reconocía que el indio sabía cómo ocultar lo que no quería que fuera encontrado. Había indagado por prácticamente todo el bosque tratando de descubrir su guarida tal y como le sugirieron, sin conseguirlo.

Pero él había llegado y ya no podía volver a intentarlo, tomaría la alternativa más larga pero que no le traería problemas. Dejar, como le aconsejaron después de informar sobre la infructuosidad de sus pesquisas, que los acontecimientos discurrieran normalmente sin levantar sospechas. Al final, Amarok no tendría otra opción que revelarle de su propia boca todos sus secretos.

 

Allí comenzaba el bosque. Paró de caminar y dejó que el cuerpo reposara su peso sobre las piernas ligeramente separadas.

El cabello suelto se meció al compás del viento.

Tomó unos segundos para aspirar el salvaje y fresco aroma que penetró en él como el mejor de los perfumes. Una, dos, tres… perdió la cuenta de cuantas veces dejó que el aire inundara sus pulmones hasta sentirlos arder. La bestia rugía en su interior y sonrió en el instante en que sus ojos cambiaron del negro profundo habitual, al color de las brasas incandescentes. Con cierto macabro placer pasó la lengua sobre los afilados colmillos que ya despuntaban del resto de la blanca y mortal dentadura. El poder del animal se inyectó en sus músculos humanos para dotarlos de una nueva tensión y fuerza. Abrió las manos ante sí, inclinando la mirada hacia abajo para encontrar la imagen entre la de sus pies desnudos y observó cómo los dedos de sus cuatro extremidades se convertían en garras y la dureza del terreno se perdía por completo. Justo en ese estado de transformación, decidió que era suficiente y se concentró en dominar la invasión del alma maldita.

Apretó los puños y alzó el rostro al cielo, casi completamente oculto por el verdor de los árboles, reprimiendo un aullido.

Dejó que la sed de libertad se apoderara de cada fibra de su ser y se lanzó al corazón del bosque con el ansia del niño privado de su más preciado tesoro durante demasiado tiempo. Tanto que ya comenzaba a pensar que había imaginado disfrutarlo.

Corrió y corrió, alternando las potentes zancadas con saltos. Imprimiendo cada vez más velocidad en su avance hasta que tuvo que curvar la espalda para ayudarse con las garras superiores. Lo que habían sido arbustos, troncos, o cualquier tipo de vegetación, se convirtió en un uniforme borrón verde esmeralda. En varias ocasiones sintió como la corteza de los árboles se desprendía en pequeñas astillas e incluso se clavaban en su carne. No le importaba, había soñado con aquellos segundos de bendita locura durante décadas, como para preocuparse por un poco de sangre o dolor.

Por primera vez en muchísimo tiempo, se sintió en comunión con la madre naturaleza. Él, su ser mismo, era parte de ella, y esta lo acogía con amoroso arrullo mientras le hacía saber cuánto lo había añorado y le permitía disfrutar de toda su magnánima grandeza.

Entre la densidad, atisbó su meta y de un último y descomunal salto llegó a un pequeño claro. Allí seguía, imperturbable, la piedra bajo el gran roble rojo donde acostumbraba a sentarse su padre, después de algún baño en el río cercano, para contarle retazos de su vida.

 

Attacullakulla, su padre, nació en plena colonización, allá por 1721, recién firmado un tratado para sistematizar el comercio y establecer fronteras entre el territorio indio y la colonia.

—Nosotros, los Yun’wiyá[2], éramos un pueblo tranquilo—, le explicó con voz profunda. La misma que al recordarla todavía conseguía transmitirle la tranquilidad de antaño. —Mi padre fue el Jefe Blanco de la tribu. ¡Un gran hombre y un gran guerrero! Recuerdo que siendo un niño, como tú ahora, Amarok, gustaba de deambular alrededor de la cabaña donde se reunía con sus ayudantes y su portavoz.

»Jamás tomaron la llegada del hombre blanco como una amenaza. De niño, había jugado con los hijos de los elegantes colonos ingleses, y también con los del Fuerte Toulousse, cuando se asentaron los respetuosos franceses. Para nosotros, todos eran iguales, vinieran de donde vinieran.

»El problema que trajeron no era el color de su piel. Fue el egoísmo, la envidia, la más insana avaricia… Y las armas de fuego —explicaba con pesar.

»La primera de las guerras que tuvimos que enfrentar ocurrió antes de que yo naciera. Muchos fueron tomados como rehenes, tanto de una parte como de otra. Los más ancianos aún seguían esperando la vuelta de los jóvenes guerreros que habían sido apresados y esclavizados, y no veían con buenos ojos el intercambio de pieles por las armas y la munición que tantas vidas habían sesgado.

»Fue un periodo de paz superficial sobre lo que más tarde sería el inicio de la decadencia y casi total exterminación de nuestra gente. Bajo la aparente tranquilidad comercial, se fraguaba una creciente inquietud por parte de los ingleses. A estos no les gustaban nuestras transacciones con los franceses, a quienes ellos consideraban sus competidores más directos.

»Contaría ya con 29 inviernos cuando un estirado inglés llamado Alexander Curning llegó al poblado. Su llegada y modales agradaron a los jefes que tomaron la visita como un signo de deferencia con ellos. Y se organizó una gran celebración en su honor. Según explicó más tarde, había venido para buscar un representante; el elegido lo acompañaría en un viaje junto con otros cinco cherokees allende los mares.

»El reino de Inglaterra deseaba estrechar los lazos comerciales y agradecer a los nativos su hospitalidad.

»Mi padre, jefe Blanco de la tribu, y como tal, encargado del diálogo y la diplomacia, entendió la oferta como una gran oportunidad para que aquella paz que hasta entonces habían disfrutado fuera inquebrantable en el tiempo. Y ofreció a su único hijo, yo, como representante de sí mismo.

»Fue quizá la primera y única equivocación que cometió en toda su vida.

 

Como siempre, pensar en su padre conseguía que se paralizara por completo todo lo que sucedía al alrededor de Amarok. Apenas se había dado cuenta del tiempo pasado y por la posición del sol, la tarde estaba avanzada.

Pero ya estaba muy cerca.

Sólo debía, como la última vez que estuvo allí, echar un vistazo a las trampas que rodeaban el perímetro y que preservaban la cueva de posibles intrusos.

Desde la última visita que realizó al poblado, hacía bastantes años, prácticamente dos décadas y viendo que la intensidad del turismo en aquella zona no hacía otra cosa que aumentar, proteger su guarida fue una necesidad prioritaria. Escondía allí demasiados documentos y objetos relacionados con los licos: sus costumbres, antiguos manuscritos sobre la magia que originaba la maldición y su evolución, líneas de sangre, ceremonias, conjuros, así como otros rituales que habían sido prohibidos.

«Y las profecías», pensó.

Mientras se acercaba al lugar donde estaba la primera de las trampas, intacta, repasó visualmente el mecanismo que la activaba. A primera vista, podría pensarse que su construcción era rudimentaria pero cumplían su cometido a la perfección.

Algunas de ellas no eran más que grandes socavones excavados y ocultos con una fina red sobre la que descansaba tierra, pequeñas ramas y hojas secas, con una profundidad de algo más que la altura de un hombre.

Cuando la presa caía en ellos, un cierre de ramas y hojarasca les impedía salir. Para un lico como él, este método no era efectivo, por eso y mientras las construía, añadió a estas ciertas modificaciones. A base de plantas y venenos, elaboró una pócima con la que impregnó una serie de puntas que quedarían hacia abajo. Una  vez cerrada la celda no había escapatoria. Si algún incauto tenía la mala fortuna de tan siguiera rozar una de ellas, su cuerpo se paralizaría en cuestión de unos minutos, y pasadas un par de horas desde la inoculación de la mezcla, moriría.

Por supuesto también había pensado en un buen antídoto, no podía permitirse el lujo de ser víctima de su propia creación tal y como la experiencia y sabiduría de su madre le enseñó.

Sabía que aquellas trampas podían ser mortales para los humanos y los animales del bosque, por ello se cuidó de escoger muy bien entre las plantas utilizadas. La mixtura resultante solía desprender un olor característico y nada agradable que no invitaba a acercarse al lugar.

Ningún camino transitable de las rutas del parque nacional se acercaba a ellas y nadie excepto él conocía el paradero exacto de la cueva. Así debía seguir siendo.

Continuó su camino en dirección a la siguiente. El entramado estaba cerrado, cubriendo el agujero. Algún desdichado animalillo habría caído.

Se acercó con cuidado y la abrió antes de asegurar de nuevo la trampa. Efectivamente en el fondo encontró el cuerpo de un mapache adulto. Saltó para poder recogerlo con cuidado y volvió a la superficie sin problemas. Para aquel pequeño ya no había vuelta atrás.

Lo depositó en el suelo. En cuanto terminara de extender de nuevo la red y cubrirla, se encargaría de darle sepultura. Probablemente el animal al verse encerrado había tratado de escapar, y en su huida, se había herido con una de las puntas envenenadas.

Nada más terminar de volver a dejar activa la trampa, una serie de improperios, con voz de mujer, llegó hasta sus oídos.

 

Galilahi maldecía una y otra vez su idiotez.

Estaba atrapada entre la tierra y lo que al tacto le parecían ramas.  Desde el pecho y hacia la mitad inferior de su cuerpo pendía como de un precipicio.

«¡Dios!». Rogaba por que no fuera precisamente eso.

Al principio, creyó poder levantarse pero después de largos minutos y de intentarlo varias veces con el único resultado de destrozarse las manos por el esfuerzo, lo dejó por imposible. Para colmo de males, un reguero caliente corría por su pantorrilla y un extraño hormigueo comenzaba en sus pies y se extendía rápidamente a lo largo de las piernas.

—Si es que no se puede ser más tonta. ¿Y ahora qué? ¿Cómo sales de aquí, Galilahi? ¿En qué demonios pensabas? ¡Mierda! —Golpeó la tierra con el puño, manifestando su creciente enfado—. No podías quedarte tranquila en la cabaña, no —prosiguió componiendo un mohín de disgusto que no iba dirigido sino a ella misma, mientras negaba repetidamente con la cabeza—. Tenías que dar un paseo.

Buscó de nuevo a tientas cualquier cosa que le sirviera para poder tener un punto de apoyo del que tirar y arrastrar su cuerpo hacia fuera. La punta de sus dedos rozó algo rugoso y duro como una rama o una raíz. Se estiró todo lo que su precaria situación le permitió y aplastó el rostro contra la tierra, mientras los pequeños guijarros arañaban la fina piel de su antebrazo, hasta que al fin sus dedos se cerraron entorno a lo encontrado. Esperanzada tiró con todas sus fuerzas.

—¡Vamos! —exclamó con los dientes apretados.

Pero lo que esperaba que fuera su salvación, lo que tanto le había costado agarrar, no fue más que su callado que, caído plano sobre el suelo, no le sirvió de ayuda.

—¡No! —Comenzó a gimotear desesperada—. No. No. No.

Tanta era la desdicha que sentía que sus sentidos no detectaron los pasos de alguien que se acercó a ella y la miró en silencio.

Amarok no daba crédito a sus ojos.

No podía verle la cara, el largo y enredado pelo negro se la ocultaba. Sus brazos estaban extendidos sobre la tierra y en ella se veían surcos como arañazos provocados durante el vano intento de salir de aquel cepo que le sujetaba con fuerza el cuerpo y la impedía moverse. La miró sin saber bien qué hacer. Si la tomaba por los brazos y la arrastraba hasta fuera podía herirla todavía más y si levantaba el cepo para dejar su cuerpo libre caería sin remisión hacia abajo. Calculó ambas posibilidades hasta que notó que el cuerpo quedaba completamente inmóvil, sólo entonces el recordatorio del veneno que impregnaba las puntas llenó por completo su cerebro.

Tenía que actuar deprisa.

Extrajo una cuerda de la mochila. Ató con destreza un cabo alrededor del pecho de la mujer y lanzó el otro hacia la rama del árbol más cercano. Sin perder ni un segundo anudó el extremo al tronco, tensándolo en el proceso. Sólo cuando se aseguró que no cedería, corrió a levantar el cepo. Afirmó los pies sobre el terreno y tiró con fuerza del entrelazado ramaje.

Tras varios intentos consiguió su propósito y la trampa se abrió para liberar a su presa.

Amarok sujetó el entramado para que no volviera a cerrarse y sin demora corrió a por la mujer. Cortó la cuerda con el cuchillo que siempre portaba en su bota y ella cayó en sus brazos como una muñeca de trapo.

Dejándola despacio, sobre un montón de hojas secas que el viento había acumulado en un recodo, le tomó el pulso colocando un par de dedos sobre el cuello, justo en la carótida. Sabía que debía estar viva aún, él mismo había visto cómo su cuerpo dejaba de moverse por lo que era imposible que hubiera pasado el tiempo suficiente para que el veneno terminara con ella.

Guardaba en su bolsa los ingredientes necesarios para preparar el antídoto, toda precaución era poca, pero necesitaba un lugar resguardado del viento y con un hogar para poder elaborarlo. Además, del cuerpo femenino comenzaba a perder temperatura rápidamente.

Se sentó a su lado. Con la espalda recta, las piernas cruzadas y el rostro levantado, cerró los ojos y se concentró. Dejó una vez más que el poder del lobo se adueñara de él. Bajo los párpados, los ojos comenzaron a cambiar. Hizo acopio del control que le brindaba el amuleto y su posición como nagual, mientras recitaba las antiguas palabras que muy pocos conocían para restringir a la bestia que pugnaba por emerger completamente. Arañó sus entrañas con ferocidad para tratar de obligarlo a ceder, pero su voluntad fue más fuerte y al fin consiguió su propósito: la mente se abrió al cielo lanzando su demanda.

La respuesta de un águila calva no se hizo esperar. La imponente ave voló en grandes círculos por unos instantes antes de lanzarse en picado hacia ellos y posarse muy cerca.

Amarok le sonrió con afecto.

—La conoces, ¿verdad? —los grandes y amarillos ojos del animal se movieron nerviosos—. Muéstrame el camino.

[1] Nombre dado por los cherokees a las Montañas Great Smoky por el vapor grisáceo que cubre sus picos.

[2] “Gente verdadera”. Nombre con el que ellos mismos se denominaban antes de que el hombre blanco les llamaran Cherokees.