Makruh

Prólogo

Todavía era noche cerrada en Fire Falls cuando salió de la casa.

Había llegado hasta allí con la tranquilidad fruto de la ignorancia y emprendido la marcha con la preocupación de quien ve acercarse un huracán que amenaza con arrasarlo todo. Le había mostrado el futuro, los acontecimientos que se desencadenarían en caso de fracasar. Aún podía verlos, discurrían por su mente una y otra vez, provocándole pavor.

Comprendía los motivos que había tenido la poderosa bruja para recurrir a ella; en su delicada situación no quería poner en peligro a los que la rodeaban. Era primordial mantenerlos al margen cuanto pudiese para no alertar a ninguno de los dos bandos. Y tenía razón.

Fuera cual fuese el precio a pagar.

Se marchó con una promesa de protección para las suyas. Sin embargo, sabía que sería doloroso.

Algunas, las más jóvenes, no harían preguntas, se limitarían a cumplir con lo que les pidiera.

«Pero no ella», se dijo al pensar en la mayor.

Y, con toda probabilidad, sería la que más sufriría.

 

Capítulo 1

—Sé lo que te propones hacer. Puedo leer en tus ojos como en un libro abierto. Hazlo, no te lo impediré. Pero has de saber que, una vez logres tu propósito, quedarás condenada para la eternidad. Yo misma me encargaré de que así sea.

Esas fueron las primeras palabras que su creadora le dirigió cuando aún era mortal. Una sentencia condenatoria incluso antes de cometer el crimen. Zhoe siempre se preguntó si había sido igual de tajante con sus hermanas, pero la única norma era que no podían hablar acerca de ello; les estaba permitido todo, menos eso. Se encogió de hombros al recordarlo. Tendría sus motivos, supuso. Lilith era la única que sabía anticiparse a los movimientos de cualquiera de las cinco y, sin embargo, fue incapaz de ver lo que se les venía encima.

O eso quería pensar.

Prefirió dar una vuelta por la localidad antes de dirigirse al alojamiento que habían preparado especialmente para ella.

Fire Falls, asentada en un valle al cobijo de una gran montaña y abrigada por altos y frondosos árboles, sin duda debía verse tranquila y acogedora a los ojos humanos. Compuesta en su mayoría por casas, y algún que otro edificio de ladrillo visto que no superaba los tres pisos de altura, se le antojaba atemporal, como suspendida en algún lugar ajeno al paso del tiempo. Sonrió al ver una cafetería que parecía extraída de los mismísimos años cincuenta cuando, pocos metros después, pasó junto a uno de los hoteles a la vanguardia en tecnología y diseño. El contraste era hermoso y ofrecía sorpresas en cada uno de los kilómetros de terreno sobre los que se extendía.

The Ancients de Two Steps From Hell sonaba a buen volumen por el magnífico equipo de sonido. El reloj del salpicadero marcaba casi las cinco de la mañana cuando dos transeúntes cruzaron por delante de ella mientras se detenía para respetar un semáforo en rojo.

Sus ojos, perfectamente dotados para ver incluso en la casi absoluta oscuridad, registraron al instante la admiración que despertó en ambos. Iba dirigida al coche, ya que los cristales tintados les impedían ver quién estaba tras el volante. Esperaron la salida al llegar al otro lado. El de menos estatura, un joven de ojos claros y rostro arrasado por el acné, con la gorra calada hasta las orejas, levantó su móvil para grabar el deportivo en video. No lo defraudó: soltó el freno, pisando el acelerador y la bestia rugió poderosa. Pronto emergieron vítores y silbidos de sus gargantas.

¡Los automóviles! Arte en movimiento. Uno de los más exquisitos inventos del ser humano y también uno de los más mortíferos. Disfrutaba al sentir la potencia de un buen motor en la sutil vibración de la carrocería. Poseía varios modelos, pero para ese viaje había optado por su preferido: el Bugatti Veyron. Un fornido deportivo negro y azul cobalto, con motor central y tracción a las cuatro ruedas, un propulsor de dieciséis cilindros y una capacidad de ocho litros sobrealimentado con cuatro turbocompresores, es decir: una máquina con mil y un caballos de potencia y una maravilla del diseño aerodinámico. Tanto era así que necesitaba de un prominente alerón trasero para mantenerlo pegado al suelo.

Giró a la derecha al final de la calzada. El GPS le indicó que su destino se encontraba a menos de cincuenta metros y agradeció en silencio que estuviera prácticamente a las afueras de la ciudad. Al llegar, accionó el sistema de apertura del garaje y entró, pero no dejó el coche de inmediato. Introdujo la dirección de Nubia en el navegador, mientras el portón volvía a cerrarse. Habían quedado en su propiedad, la que siempre elegía para pasar unos días de aislamiento lejos de las obligaciones de la Casa que regentaba. La pantalla informó de que apenas las separaban trescientos metros. Paró el motor y cogió la bolsa, que había hecho las veces de copiloto, antes de salir del vehículo.

Mientras entraba en las que serían sus dependencias durante los próximos días, sintió que estaba a punto de amanecer; en apenas unos minutos, el sol, su temible adversario, reinaría en los cielos y bañaría con su brillante luz cada uno de los rincones de la coqueta localidad. Por fortuna, quien fuese el encargado de acondicionar la vivienda para su llegada tuvo la precaución de dejar todo cerrado.

—Luz —requirió.

Tan pronto como se encendieron lámparas y apliques en varias áreas del interior comprobó que estaba a su gusto. Se trataba de un espacio extremadamente limpio y ordenado, una decoración minimalista, aunque elegante. Incluso una fabulosa rosa negra, colocada en un delicado jarrón de cristal de roca, esperaba sobre la mesa de mármol blanco para darle la bienvenida. En la nota que la acompañaba leyó su nombre: Zhoe, escrito con refinada caligrafía. Abrió el pequeño sobre y extrajo una tarjeta con una pantera impresa en el centro. Leyó en el reverso:

Querida hermana,

Espero que tu viaje haya transcurrido sin incidentes. Disfruta de esta casa como si fuera tu verdadero hogar. Encontrarás ropa y accesorios de tu talla en el armario del dormitorio principal. Te espero en el Sexadón en la próxima luna.

Unidas en la eternidad,

Nubia.

«Cambio de planes», pensó poniendo los ojos en blanco. Dejó la tarjeta de nuevo sobre la blanca superficie y se reprimió al permitir que sus dedos acariciaran levemente la flor. Los pétalos temblaron al contacto. «Tan hermosa y tan letal», reflexionó mientras llevaba la punta de una uña hasta las espinas del tallo. Exactamente igual que ellas: las cinco Lamastu.

Aunque, lamentablemente, habían perdido a una.

Anjali, señora de la Casa del Elefante, otra de sus hermanas en sangre, había perecido y ese hecho se convirtió en el detonante para que Lilith requiriera a las cuatro restantes. El asesino debía ser poderoso en extremo si había logrado dar muerte a la vampira hindú, por tanto, suponía un grave peligro a erradicar de inmediato. Mahsati fue la que recibió la descarga de dolor cuando se produjo la pérdida, por ello esperaba que pudiera arrojar algo más de luz al asunto cuando llegara y así comenzar lo antes posible la cacería.

Sintió la sangre burbujear de anticipación ante la lucha que se avecinaba. Hacía demasiado tiempo que no se producían contratiempos en su vida y echaba de menos la adrenalina que la mantenía en estado de alerta. No estaba hecha para la simple contemplación, necesitaba una motivación que la estimulara. Lamentaba la pérdida de Anjali. La sentía como si le hubiesen arrancado una parte de su alma, por eso vengarla, junto a sus hermanas, era de ley, pero además obtendría ese extra que le proporcionaba saberse en zona peligrosa.

Apretó el puño en torno a las asas de la bolsa y se encaminó en busca del dormitorio. No tardó en encontrarlo. La propiedad, aunque amplia, apenas contaba con tres habitaciones más, de las que, una de ellas, era un espectacular aseo y, la otra, una enorme cocina.

Apreció las finísimas sábanas de lino que vestían la cama que, con toda probabilidad, no usaría y, tras dejar la bolsa sobre ella, se giró para admirar el armario de cuatro puertas. Abrió las dos de la derecha para dejar a la vista una amplia colección de prendas. Pasó los dedos por alguna que otra, todas de magnífica factura y géneros de primera calidad. Otra nota de puño de Nubia reposaba sobre un par de zapatos de tacón rojos.

“Los accesorios están en el lado izquierdo. Sé que serán de tu agrado”.

Y efectivamente así era. Sus labios se curvaron en una sugerente y lasciva sonrisa al descubrir la fabulosa sorpresa que su hermana le había preparado: todo un arsenal de armas, blancas y de fuego. Paseó la mirada sobre dos hermosas Desert Eagle y un par de ametralladoras Uzi de cañón corto, prometiéndose que no se privaría de oírlas cantar, mientras acariciaba con placer el filo de puñales, espadas y shurikens. Una socarrona carcajada emergió de su garganta al comprobar que también había añadido alguna que otra bomba de mano con temporizador.

—Definitivamente sí. Son de mi talla —murmuró complacida.

Unos gritos llegaron hasta su agudo oído y la sustrajeron de su regocijo. En seguida supo que procedían de la casa inmediatamente contigua por la parte posterior. Supuso que la pared, frente a la que se alzaba el gran armario, debía ser la que los separaba y colocó la palma de la mano sobre el fondo para intentar captar alguna vibración. «Puta», oyó claramente una voz masculina, «eres una zorra malnacida». Después escuchó un golpe, como si algo se estrellara contra los ladrillos. «Si vuelves a faltarme al respeto te mato, ¿me oyes? Te mato». Demasiadas veces había sido testigo, de un modo u otro, de situaciones como aquella y en todas sentía como la sangre le hervía en las venas. Miró hacia la cerrada ventana, cuatro o cinco finísimos hilos de luz solar habían logrado filtrarse: imposible salir.

—Lo siento —se disculpó con la que debía ser su vecina durante unos días—. Estoy atrapada.

Con el ánimo aún más apagado del que tenía al llegar, cerró de nuevo las puertas que guardaban las armas y tomó la bolsa antes de regresar al salón principal. No le costó encontrar el acceso al sótano.

—Apagar —dijo.

No necesitaba iluminación para bajar los escalones. Pronto se encontró rodeada de duro hormigón armado y otra cama, impecablemente vestida con fresco raso negro, la esperaba.

 

Cuando despertó ese día, ya bien entrada la mañana, esperaba hacerlo en los brazos de una hermosa mujer, como era habitual. En cambio, la visita de Rowan antes de meterse entre las sábanas para disfrutar de una buena sesión de sexo, previo al descanso, dio al traste con sus planes. Ante un ceño fruncido tuvo que despedir a su acompañante cuando el sol acababa de ponerse.

—¿De verdad es necesario tan a menudo? —Había preguntado la bruja cuando al fin se quedaron solos.

—Soy un íncubo —respondió él encogiéndose de hombros mientras se inclinaba para recoger la camisa blanca, tirada en el suelo y que debía haberle cubierto el formidable torso hasta hacía unos minutos—. ¿Cuántas veces al día comes tú?

—No es lo mismo. Aún no eres un erebita. Deberías apreciar ese detalle y vivir un poco más…

Wild levantó una masculina ceja sin quitarle de encima aquellos ojos ambarinos rodeados de largas y negras pestañas.

—¿Más qué?

—Más como deseaba tu madre: lo más humanamente posible —respondió ella viendo cómo se iba al traste la fuerza que debería imprimir a la reprimenda—. William…

—Wild —la corrigió él—. Me lo pusiste tú —añadió cuando vio el mohín en la cara de Rowan al recordarle el apodo que ya sustituía a su nombre.

—Disfruta de tu vida humana cuanto puedas porque sólo tendrás una oportunidad para hacerlo. Después… No será lo mismo —dijo entristecida.

Se acercó para rodearla con los brazos y ella apoyó el rostro sobre su pecho. Suspiró y depositó un tierno beso sobre la rizada coronilla.

—Tranquila, pecosa —le dijo cariñosamente—. Sé cómo manejarlo y te aseguro que disfruto cada segundo. Tengo muy claro que mi organismo aún es humano, pero siento necesidades que el alimento común no puede saciar. Y apropósito de eso —añadió a la vez que la separaba de él para mirarla a los ojos—, ¿te apetece un revolcón?

Rowan lo empujó con fuerza fingiendo enfado y él rompió en carcajadas. Su risa, grave y contagiosa, logró curvar los labios de la bruja en una bonita sonrisa.

—Eres incorregible.

—Y tú la única mujer con la voluntad necesaria para resistirse —respondió aún preso de la hilaridad.

Wild nunca había sabido de su padre y su madre murió al darlo a luz, así que Loren Almadell, por entonces la custodia del Legemetón Primigenia y madre de Rowan, se encargó de su cuidado. Rowan era dos años mayor que él y se criaron juntos, como si fueran hermanos, bajo la protección de la responsable del Aquelarre Harmoni. Al morir Loren, él se encargó de mantener a Rowan, para que pudiera seguir formándose y, más adelante, tomar el mando que le correspondía. Trabajó en cuanta vacante se le puso delante hasta que pudo comprar un local en Fire Falls que, con esfuerzo y más trabajo, convirtió en el Sexadón. La atracción que sentían las mujeres hacia él fue de gran ayuda en cuanto a la manera en que pronto se convirtió en lugar de referencia para los que buscaban diversión nocturna. Aunque debía reconocer que, desde hacía unos meses, otro local, el Erebus, se había llevado parte de esa fama. Pero no le importaba. Sabía quién lo regentaba y no había que tocarle las narices a su propietario. No le convenía.

Por eso, por el cariño que sentía hacia su hermana adoptiva, se encontraba allí. Jamás le había gustado espiar a nadie, todo el mundo tenía derecho a su parcela de intimidad, sin embargo, cuando Rowan le habló del problema esa mañana, no dudó ni un instante en aceptar el encargo. En Fire Falls jamás se permitiría que nadie abusara de una mujer, no mientras las brujas pudieran evitarlo.

Echó otro vistazo a través de la claraboya. Seguía sola, atareada en la cocina y el niño, de unos ocho años, continuaba con la nariz metida en un libro que parecía enorme entre sus manos. Como la vez anterior en que se agachó para echar un vistazo a lo que estuviera cocinando en el horno, se mordió los labios para evitar que escapara cualquier muestra de dolor y se llevó una mano a los riñones para masajear la zona con los dedos. Wild apretó el puño sabiendo, por boca de Rowan, el motivo de la dolencia.

La noche ganaba terreno con rapidez y con ella llegaría el cabrón que había osado cometer semejante atrocidad. Rowan le había pedido discreción pero, si volvía a ponerle la mano encima, no habría fuerza en el mundo que pudiera detenerlo hasta arrancarle el último aliento a ese malnacido. Después ya habría tiempo para ser discreto.

—Vamos, James, recoge tus cosas, tu padre llegará en seguida y debo poner la mesa.

—Pero mamá, solo me quedan un par de páginas para terminar el capítulo… —se quejó el niño sin apartar la vista del libro.

Ella lo miró con amor y esperanza en sus ojos, sin duda soñando con que su hijo se convertiría en un hombre de bien a pesar de lo que contemplaba cuando no tenía posibilidad de evitarlo. Se acercó a él y le acarició el cabello antes de inclinarse otra vez, al tiempo que ignoraba el dolor de nuevo, para depositar un beso en su mejilla.

—Deja al niño, joder, lo vas a amariconar —dijo el tipo cuando entró en la cocina sin previo aviso—. Tú, mocoso, aparta esos libros que vamos a cenar —ordenó antes de abrir la nevera y sacar una lata de cerveza.

Wild lo observó con atención. Le sacaba unos buenos cinco años a la mujer y, también, unos buenos treinta kilos. No era especialmente atractivo y sus mejillas mostraban el enrojecimiento de la piel de los que abusaban habitualmente del alcohol. Lo vio engullir el contenido de un largo trago y arrugar el metal en un puño antes de lanzarlo hacia el cubo. Obviamente no acertó. La lata cayó al suelo rodando, con lo que derramó algo de contenido, y haciendo un ruido que sobresaltó a la mujer.

—Recógelo —ordenó sin mirarla antes de dirigirse a la mesa que el pequeño había dejado libre.

Tomó asiento y dejó ir un desagradable eructo que sonó como si un fregadero hubiera cogido aire al tragar. El niño regresó y fue junto a su madre quien, después de darle los vasos, lo instó a que se sentara. Después, se acercó con la bandeja del horno entre las manos protegidas por los guantes térmicos.

Los vapores de la cocina le trajeron el aroma de un sabroso pastel de carne y Wild se relamió. Rowan tenía razón, su cuerpo aún se comportaba con normalidad, pensó cuando su estómago emitió una queja ante la falta de alimento.

—¿No te quitas los guantes para servir? —dijo el individuo.

—Podría quemarme, tengo que sujetar la bandeja para…

—Puedes hacerlo usándolos como paños. Quítatelos —la interrumpió.

Ella lo miró por un instante, sin reaccionar a la orden.

—¡Qué te los quites! —exigió golpeando la mesa con furia. La mujer se encogió asustada.

Ella soltó la bandeja y procedió a liberar sus manos, bajo la atenta mirada masculina.

—Ya está. Mira —se defendió—. No queda rastro del esmalte —dijo mostrándole las uñas.

—Así me gusta —farfulló el energúmeno sin ocultar estar complacido, antes de atacar el alimento que ella dejaba sobre su plato—. Las uñas pintadas son de puta. Y no estoy casado con una, ¿verdad? —habló con la boca llena y alargando un brazo para tomarla por la cintura.

La mujer dio un paso atrás por puro instinto para evitar que aquella manaza, grande y tosca, llegara si quiera a rozar la zona maltratada de sus riñones.

—¿Me rehúyes? —dijo el hombre soltando el cubierto. Al mismo tiempo, posó de nuevo una fiera mirada sobre ella y consiguió que retrocediera un poco más, atemorizada— ¿Te atreves a negarme lo que es mío? —añadió levantándose.

La mujer caminó hacia atrás, hasta que su trasero dio contra la encimera, seguida del tirano, que la arrinconó entre los armarios y la nevera.

—¿Por qué no quieres que te toque, zorra? ¿Acaso tienes a otro que ya te calienta lo suficiente?

Otra figura entró en su campo de visión; una mujer, de largo cabello negro recogido en una coleta alta y tirante; vestida por completo de ceñido cuero negro; se acercó sigilosamente al niño y le susurró algo al oído. El pequeño se sobresaltó, elevó el rostro surcado de lágrimas y, tras asentir, abandonó la cocina con rapidez.

—James, coge ese trapo, mójalo y tráemelo —dijo el malnacido con engañosa tranquilidad, sin apartar los ojos del rostro aterrado de la mujer—. ¡James! —exclamó golpeando con la palma de la mano los armarios superiores a varios centímetros por encima de la cabeza femenina.

La visitante tomó uno de los cuchillos que colgaban de un pequeño cinturón atado al muslo derecho y lo lanzo con fuerza. La mano del tipo quedó ensartada y comenzó a chillar mientras sangraba como un cerdo. La esposa se quedó paralizada y miró alternativamente a su marido y a la mujer de negro.

—Tu hijo está afuera. Espera allí —dijo la recién llegada con voz calmada, mientras el hombre no paraba de gritar.

Ella asintió y haciéndose a un lado empezó la huida, pero el hombre trató de sujetarla por un brazo. No llegó a lograrlo, pues la extraña lo asió por los dedos y se los retorció sin demasiado esfuerzo.

—Ve —ordenó.

—Pero…

—No volverá a molestaros. Yo me encargo.

—¡Llama a la policía! ¡Maryan! ¡Llama a la policía! —gritó él.

—Cállate o te corto los huevos y te los meto en la boca —dijo ella, sin alzar la voz, mientras elevaba la mano que tenía sujeta hasta colocarla junto a la otra y clavaba otro cuchillo en ella.

Un nuevo alarido de dolor surgió de la asquerosa boca del hombre. Ella lo agarró por el mentón y lo obligó a mirarla.

—Te irás de aquí. Para siempre —dijo.

—¡Esta es mi casa, puta!

—¿Tu casa? Creo que tú solo duermes aquí. No te he oído en todo el día. Sin embargo, esta mañana sí te oí, al alba, antes de marcharte—dijo—. Oí como insultabas y golpeabas a tu mujer.

—¡Mientes!

—¿De verdad? ¿Y qué ibas a hacerle justo cuando he llegado? ¿El amor? —preguntó paseándose a su espalda.

—Es una maldita zorra. Igual que tú.

—Si tienes ese concepto de ella, ¿por qué no te has ido? ¿Por qué no la has abandonado?

—No tengo que darte explicaciones.

—Yo creo que sí —dijo antes de golpear con un dedo la empuñadura de una de las dagas para que cimbreara y le arrancara otro bramido.

—¡Porque es mía! ¡Y con mi propiedad hago lo que me sale de los cojones, maldita hija de perra! —espetó girando el rostro cuanto le permitía su posición para enfrentarla— Te mataré, puta. Os mataré a las dos.

La mujer negó con la cabeza al tiempo que realizaba un gesto negativo con el dedo índice.

—Esa no es forma de hablarle a una dama —dijo antes de golpear de nuevo la daga—. Aunque creo que llego un poco tarde para enseñarte modales —añadió tomando uno de los vasos vacíos que descansaban sobre la mesa—. ¿Crees en algo? ¿Algún santo? ¿Alguna religión?

—¿Qué mierda de pregunta es esa?

El tipo estaba completamente desquiciado ante la situación, movía la cabeza de un lado a otro para buscarla e intentar averiguar qué estaba haciendo. Wild sí la veía, de hecho, le era imposible apartar los ojos de ella. Cada uno de sus movimientos estaban perfectamente calculados y eran fluidos en extremo, incluso en algún momento pensó que flotaba.

—Bueno… Te daba la oportunidad de encomendar tu asquerosa alma —dijo antes de colocar el vaso sobre la encimera, frente a él.

Lo sujetó por la cabeza para obligarlo a agacharla y clavó la punta de una tercera daga en el cuello del hombre. Incluso la profundidad estaba estudiada para que no pudiera continuar hablando mientras su sangre manaba, inexorablemente, a lo largo del arma blanca hasta caer dentro del cristal. Tras eso, esperó con paciencia a que se llenara su copa, mientras repicaba con las uñas sobre la superficie. Después, tomó un sorbo.

—Un poco insípida —juzgó antes de terminarlo y dejarlo de nuevo sobre el mármol—. Hemos terminado, mirón— añadió echando un vistazo hacia la claraboya y empujó por completo el puñal a medio clavar en el cuello del tipo, hasta seccionar la carótida.

Con el gorjeo del moribundo de fondo, tomó su teléfono móvil y marcó.

—Buenas noches. Servicio de limpieza. Dos horas. Sí, señora de la Casa del Fénix. Gracias, en seguida les mando la localización —dijo antes de colgar y marcharse.

Sólo entonces Wild pudo levantar el rostro, demudado por la sorpresa, y con una tremenda erección bajo sus pantalones.