La raza número 4

Introducción

—Hemos estado retrasando esta reunión, es cierto. Yo mismo me he cuestionado en varias ocasiones si hacía o no lo correcto. No obstante, mi respuesta sigue siendo negativa—. Adama miró a cada uno de los treinta y un Maestros que, atentos, lo escuchaban dispuestos en círculo. Antes de continuar, sus ojos descansaron un momento sobre el trono que continuaba desocupado—. Nuestros hermanos…

—¡No los llames así! ¡Han perdido todo aquello que los acercaba a nosotros! —Lo interrumpió Jeth. La atención del resto se desvió hacia éste, mientras un murmullo se elevaba. Consciente de la patente irreverencia, carraspeó y moderó el tono de voz— Adama, mira en qué se han convertido y admítelo. Han olvidado todo lo que les enseñamos e ignorado aquello sobre lo que fueron advertidos. De ningún modo pueden compararse con sus antecesores. No queda ni un ápice de fe en ellos.

—Te equivocas —rebatió Adama—. Es cierto que algunos han caído en desgracia, muchos llevados por la curiosidad.

—Llevados por la codicia, querrás decir —corrigió.

—Sería un necio si negara que también la codicia ha sido un factor determinante y que nuestro enemigo ha sabido sacar partido de ello. Pero no podemos condenarlos a todos por el mismo delito. No seriamos justos —la mayoría asintió mostrando su acuerdo—. Como tampoco lo sería olvidar que la raza original se autodestruyó por motivos análogos.

—En eso tengo que darte la razón –dijo Mahynga, sentado a su izquierda—. Sin embargo, incluso durante el conflicto bélico, los orionitas jamás destrozaron su mundo. Supieron vivir en armonía con la naturaleza. Lamentablemente, no podemos decir lo mismo de los que se hacen llamar “humanos”. Los panditas ya no pueden hacer nada para frenar las heridas que están provocando al planeta, no les queda energía. La misma tierra se revela: terremotos que causan tsunamis en varios puntos geográficos con escaso intervalo de tiempo; volcanes en erupción después de permanecer inactivos durante milenios… Además todo esto también pone en peligro nuestra situación —su rostro mostraba la grave preocupación que sentía—. Me han llegado noticias de que el último desprendimiento de hielo polar ha ocurrido muy cerca de una de las puertas principales.

—Es nuestro deber, Adama —el interpelado atendió a su derecha—. Así se pactó y es necesario cumplirlo antes de que ya no quede nada que salvar para empezar de nuevo —Mahytma siempre hablaba con la sabiduría de quien podía ver los acontecimientos futuros.

       Adama cerró los ojos un instante y trató de ordenar sus pensamientos. El resto guardó silencio, esperando a que el Rey se pronunciara.

Los Maestros, además de Mahynga y Mahytma, tenían razón, lo sabía. No podía dar la espalda a las evidencias. Con estos, el cuarto ensayo, habían puesto mucho más empeño y hasta, en alguna ocasión, se arriesgaron a presentarse ante ellos para ofrecerles algo en qué creer. Desgraciadamente, había llegado el tiempo en que ni la fe lograba ya hacerlos reaccionar. Al menos no a quienes podían cambiar las cosas. Todavía quedaban almas puras, estaba seguro de ello, pero cada vez eran más los descreídos que terminaban por dejarse llevar, siendo presa fácil de la oscuridad.

Por más que lamentara la situación, una parte de él era consciente de que su error pasado, el secreto que guardaba con celo y le impedía ser imparcial, pesaba en ese momento más de lo que estaba dispuesto a admitir incluso para sí mismo. Apretó los puños con fuerza maldiciendo una vez más su torpeza y el momento en que ocurrió. Sólo quedaba esperar que el plan trazado entonces, para subsanarlo, funcionara. Esta vez, la humanidad contaría con un Guardián más poderoso.

—Está bien —dijo antes de volver a abrir los ojos y mirar directamente a los treinta y uno—. Tenéis mi aprobación. Aun así, es mi deber recordaros que les queda una oportunidad.

—Lo sabemos, mânava[1]. La piedra Chintamani fue enviada al exterior en el plazo dictado, cuando se designó al Elegido.

       Adama asintió y, tras el repiqueteo de puños sobre el mármol blanco de los tronos que demostraba la aprobación del laudo, abandonó el cónclave para dirigirse hacia sus aposentos privados, seguido de sus auxiliares.

—No os necesitaré por el momento. Debo hablar con mi antecesor —los hermanos gemelos asintieron con reverencia antes de marcharse mientras lanzaban disimuladas miradas al Goro Mayor, quien ya esperaba a la entrada de la sagrada cueva.

       Penetró en la caverna, donde reposaba el cuerpo embalsamado del Padre de Todos en su gran féretro de piedra negra. Al entrar, la porción de suelo más próxima a las paredes, se iluminó con el dorado resplandor de pequeñas llamas. Sólo entonces el Goro Mayor se adelantó colocándose junto a él. Adama asintió y aquel que tenía el poder de comulgar con las almas de los difuntos, retiró el velo negro con el que siempre se cubría, revelando su calavera de ojos chispeantes y lengua indiscreta.

       Adama se acercó al sarcófago abierto y extendió las manos sobre él. Las llamas brillaron con más intensidad, propagando su luz por las paredes formando misteriosos símbolos; Irdin el lenguaje sagrado de los dioses. Infinitas banderolas de luz blanca casi transparente comenzaron a emerger del cuerpo de su antecesor, hasta verse rodeado por ellas.

       En ese momento, sintió la conexión con las almas de todos los seres que habitaban la Tierra.

[1]             Rey en sánscrito.

 

Capítulo 1

Eve miró a su alrededor con disimulo. La estancia era muy ostentosa, desde el suelo de mosaico hasta las paredes cubiertas por impagables obras de arte. Incluso el cortinaje, de pesado terciopelo azul a juego con los cojines, hablaba de la riqueza de su dueña. A la espalda de ésta, un gran piano de cola negro, acompañado por un violonchelo apoyado en una hermosa silla del siglo XVI, amueblaba el espacio frente a los ventanales. El resto, podía decirse que también estaba dividido en secciones delimitadas por su uso: comedor, sala de estar, biblioteca…

La señora de la Mansión Blasky era una dama ya entrada en años a la que el tiempo había tratado muy bien; lógico, habiendo disfrutado de una vida llena de comodidades. Al menos era lo que podía deducirse de todo cuanto contemplaba.

Sentada en el enorme sofá blanco que formaba la pieza principal del tresillo, enderezó la espalda cuanto pudo y miró directamente a su entrevistadora, para tratar de sacudirse, de ese modo, la sensación de insignificancia que sentía. Mortificada por el vestido que había comprado en una tienda de saldos, se humedeció los labios nerviosamente.

—Espero que mis preguntas no la incomoden, Eve —dijo la señora al notar su involuntario movimiento.

—¡Oh, no! Claro que no. Entiendo que usted quiera estar segura de a qué clase de persona contrata. Pero no ha de tener cuidado conmigo. Si algo me define, es la responsabilidad.—Y así era. Precisamente ese rasgo de su personalidad, además de la honradez, fueron los que la metieron en problemas en el pasado.

—He leído el informe que me ha enviado la agencia y puede sentirse muy orgullosa. Sus referencias son magníficas.

—Bueno, sólo cumplo con mi trabajo —sonrió con timidez.

—No obstante… —Eve volvió a reaccionar con un gesto involuntario; encogiendo los hombros como esperando recibir el golpe de gracia que la mandaría directa a la calle—, me gusta conoceros personalmente antes de decidir.

Poco a poco dejó escapar el aire retenido de manera inconsciente durante unos segundos. Por un momento pensó que la mujer había estado investigando más allá del informe. Ese pedazo de papel, arrojaba poca luz sobre los pasados de las empleadas de la agencia de limpieza, por eso los escogió.

—¿Eve?

—Sí, claro. Naturalmente —respondió con rapidez—. Veo muy normal que quiera conocernos. Después de todo, dicen que la cara es el espejo del alma.

La mujer sonrió complacida y se levantó. Eve hizo lo propio y aceptó la mano que ésta le tendía, estrechándola con una sincera sonrisa.

—En ese caso, la llamaré para darle mi respuesta, sea positiva o no.

—De acuerdo. Esperaré su llamada.

—Deje que la acompañe hasta la salida —brindó la dama.

—No quiero robarle más tiempo, señora Blasky, pero como usted guste.

Caminaron hacia la salida. Al igual que hiciera cuando entró, sus ojos no pudieron evitar pasearse por una gran estantería repleta de objetos extrañísimos y antiguos, supuso. Piedras pulidas de diferentes tamaños con gragados similares a los aztecas; rollos de pergamino de apariencia desgastada, lo que parecían ser un conjunto de bolas metálicas acanaladas; pedazos de roca con jeroglíficos ininteligibles; discos de piedra con enigmáticos símbolos… Pero, donde realmente su marcha se ralentizó, fue al pasar ante un objeto enmarcado que rompía por completo la antiquísima armonía del lugar: una bandera de fondo verde donde se hallaban representadas, en tonos dorados, la estrella de David con dos letras capitales en su interior, rodeada por el tronco de una enorme serpiente cuyas cola y fauces terminaban en el sello de una esvástica y, sobre ésta, otro sello que jamás había visto, semejante a un tres con una especie de cola y una media luna envolviendo un sol sobre ella. Bajo todos aquellos símbolos, una leyenda: «No hay religión más elevada que la verdad».

—¿Le gusta? —Preguntó la señora Blasky a su lado—. He notado que también la miró al entrar.

—Me resulta extraña. Nunca he visto una bandera similar. ¿De qué es?

—No tengo ni la más remota idea —rio la dama—. Heredé todo esto hace muchos años junto con la casa, cuando murió una lejana tía mía. Según dicen, siempre ha pertenecido a la familia, pero ninguno de mis allegados ha sabido explicarme su significado.

Eve continuó andando hacia la puerta. Sería contraproducente que la señora se llevara una mala impresión de ella, podría pensar que era una entrometida y eso la perjudicaría a la hora de decidir contratarla.

—Gracias por todo, señora Blasky.

—De nada, Eve. La llamaré.

Asintió con una amable sonrisa y caminó por el empedrado del jardín hasta abandonar el terreno que rodeaba la mansión.

Repasó mentalmente la entrevista. La posibilidad de que los clientes de la agencia de limpieza indagaran más allá del informe que esta facilitaba era muy remota, pero aun así, ese miedo la acompañaba cada vez que aspiraba a un nuevo empleo. A esas alturas, necesitaba ser realista y aceptar que a nadie, y menos a la gente de clase acomodada, le gustaba que una ex-convicta deambulara por su casa a voluntad.

Palabras como convicta o prisión, causaban una reacción instantánea en las personas. Todo el mundo las asociaba automáticamente con delitos de sangre o robos a mano armada y olvidaban, por ejemplo, otros tipos de crímenes por los que también podías terminar con los huesos en la cárcel, como la extorsión o la estafa. Por no mencionar la posibilidad de ser una víctima del sistema.

Sí, de acuerdo, era evidente que errores como el de encarcelar a alguien inocente, no se cometían de manera habitual, pero ese era su caso. Ahora tenía que lidiar con esa lacra social que la acompañaría durante toda su vida y, además, buscar un medio para ganarse el pan que nada tuviera que ver con su verdadera profesión. Evidentemente ese camino le estaba vedado por completo, no sólo por la sentencia dictada durante el proceso judicial sino porque aquellos malnacidos se habían encargado de desacreditarla en el ámbito profesional y todavía tenían poder para meterla en problemas de nuevo. Por eso era mucho mejor pasar inadvertida. Tenía suficiente con haber perdido cuanto poseía; su casa, su pareja… todo.

Aunque habían pasado algo más de cinco años, le bastaba cerrar los ojos para volver a ver la escena; la sala del juzgado, los rostros de aquellas ratas de cloaca vestidos de Armani y el diablo de toga negra que, sin ningún tipo de escrúpulos, usó las artimañas que la jurisprudencia le permitía para arrancarle todo lo que había logrado a base de arduo trabajo.

Después llegó el momento en que Bill, el hombre al que amaba, le comunicó la urgencia de vender la casa. Sus ingresos eran muy bajos por lo que se veía incapaz de hacer frente a la hipoteca y los gastos. Con todo el dolor de su corazón tuvo que claudicar, sabiendo que no sólo perdía la propiedad de sus sueños y por la que tanto se había esforzado, sino que no obtendría ningún tipo de beneficio con la venta. Poco tiempo después, las visitas de Bill también fueron espaciándose hasta interrumpirse. Finalmente, recibió una emotiva carta de su puño y letra: «…lo siento Eve, pero incluso a mi círculo profesional ha llegado la noticia de tu circunstancia. Entiende que es difícil tratar con ese tipo de gente y que corro el riesgo de que me cierren las puertas. Sabes que para mi investigación es fundamental esa red de contactos, no puedo permitirme perderlos, es mi futuro, todo por lo que he luchado, tú lo sabes, así que…». Punto final. Su relación quedó saldada por completo.

Se tranquilizó al llegar a la parada del autobús que la llevaría al pequeño piso de alquiler que, apenas, podía pagar. El transporte no se demoró y validó el ticket sin que el conductor reparase en ella, cosa que agradeció en silencio.

Se acomodó en el primer asiento libre que encontró y calculó cuanto tardaría en llegar. Aún era temprano por lo que tenía tiempo de lavarle la cara al apartamento y salir a comprar. Después comería e iría a trabajar durante toda la tarde antes de volver a casa y caer rendida sobre la cama. Quedar agotada al terminar el día era lo mejor que podía pasarle, ya que le impedía pensar demasiado una vez que se recluía entre aquellas cuatro paredes que no se acostumbraba a llamar hogar.

Pensó de nuevo en la señora Blasky. Si conseguía ese trabajo quizá, después de unos meses de ahorro, podría alquilar algo más acorde con lo que deseaba. No sería ni remotamente parecido a lo que perdió, desde luego, eso estaba fuera de duda. Pero esperaba que al menos fuese en un barrio más agradable.

 

Abel Simmons volvió a revisar, el expediente que le colocaron sobre la mesa quince minutos antes. Cuentas bancarias, planos de varias construcciones, listas de socios… En definitiva, no le gustaba en absoluto. Aquel tipo de asuntos siempre guardaban sorpresas y, por lo general, solían ser desagradables.

Sin levantar la cabeza, echó un rápido vistazo al asociado principal y más veterano del bufete, Harold Redform, quien, muy tieso a pesar de la edad e impecablemente vestido, con un traje gris marengo de raya diplomática, no le quitaba el ojo de encima, sin duda tratando de valorar la reacción que tendría. Se le antojó que había gato encerrado.

—Con esto poco puedo hacer, Harold. Me falta información —dijo cerrando la carpeta que no ofrecía ni un solo dato del procedimiento.

—La tendrás, por supuesto. Pero primero quiero asegurarme que llevarás el caso.

—Ni siquiera me has dicho quién es el cliente.

Harold hizo una mueca que no le pasó inadvertida y, tras enlazar las manos a la espalda, caminó por el despacho, como si con ello pudiera encontrar la mejor forma de encarar la tormenta que se avecinaba.

—¿Harold?

—Está bien, Abel. No hay una manera suave de decirlo. Industrias Kaine.

—¿Qué? ¡Ni hablar! No pienso aceptar –dijo deslizando el expediente hasta el borde de la mesa con un solo dedo.

Harold continuó con su paseo sin inmutarse ante la negativa. Abel dedicó su atención a otros asuntos que colgaban del pequeño archivador de ruedas junto a la ventana. Cogió el primero de éstos y lo colocó frente a sí, sabiendo de antemano que Harold no tardaría en volver al ataque.

Tal como esperaba, después de unos segundos rompió su silencio.

—Son unos de nuestros mejores clientes y quieren al mejor abogado.

—Pásaselo a Marcia, ella lo hará magníficamente —respondió sin mirarle.

—No lo entiendes, Abel. Han pedido que seas tú.

—Inventa una excusa. No voy a hacerlo.

—Mira. —Harold se acercó de nuevo al escritorio y se inclinó sobre él, colocó las manos a ambos lados del expediente para lograr que lo mirase—. Piensa en ello, consúltalo con la almohada si lo deseas, pero no quieren a nadie más que a ti. Les dejaste impresionados con tu intervención en aquel asunto de hace cinco años.

Abel resopló audiblemente mientras negaba rotundamente con la cabeza. Echó el cuerpo hacia atrás para mirarlo directamente a los ojos y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Son unos estafadores y sabe Dios qué más.

—Pero tienen mucho dinero y tal como están las cosas no podemos permitirnos decepcionar a un cliente como ese. ¿Quieres que se vuelva a repetir lo que pasó a mediados del pasado año? ¿A cuántos empleados tendremos que despedir esta vez?

—Eso es chantaje Harold y está penado por la ley.

—Vamos, muchacho. Sólo es un caso, tampoco es para tanto.

Abel se levantó. Era suficiente tener a Harold en su oficina acosándolo con aquel asunto y, además, permitirle que le hablara desde aquella posición de superioridad. Negarse frente a frente le dejaría claro que no había posibilidad alguna de transigir.

—Desde que dejé el turno de oficio, me prometí que sería yo, y únicamente yo, quien eligiera mis casos. Ya tuve bastante en el pasado sacándole las castañas del fuego a maltratadores, asesinos, violadores… No, gracias. La primera vez piqué porque aún ignoraba las verdaderas intenciones de esos criminales. Pero ahora los conozco. No los defenderé otra vez.

—¡Por Dios, Abel! No puedes comparar a Industrias Kaine con esa clase de calaña.

—¡Lo son Harold! Más sofisticados si quieres, pero lo son.

—Todo el mundo tiene derecho a una defensa.

—Que los defienda otro. Yo ya cumplí mi cupo. Y ahora, si me disculpas, tengo trabajo que hacer —terminó antes de abrir la puerta para invitarlo a que se marchara.

Harold se encaminó hacia él y se detuvo un segundo a su lado antes de salir.

—Te tengo en alta consideración, Abel, y este bufete te debe muchos triunfos, por eso se te conceden ciertos privilegios. Pero no olvides que, en todo caso, soy yo quien tiene la última palabra —y dicho esto, se marchó.

Abel cerró la puerta conteniendo las ganas de hacerlo con la furia que recorría sus venas en aquel momento. Volvió hasta su mesa y se sentó frente a ella para tratar de retomar el trabajo. Había plazos que cumplir y recursos que presentar, además de estudiar un procedimiento para la vista oral que tendría al día siguiente. Ajustó la luz del flexo y dispuso, ordenadamente sobre la mesa, todo el material que necesitaba. Intentó concentrarse en lo que debía pero, transcurridos cinco minutos de pasar las hojas del expediente sin ton ni son, lo cerró de un golpe y giró el sillón, dando la espalda al escritorio.

Industrias Kaine era un grupo de pequeñas compañías inversoras y de construcción, extremadamente bien relacionada. Se dedicaban básicamente a la creación de áreas de recreo para la jet-set y apartamentos de lujo; eso la convertía en poderosa y económicamente rentable. Operaban constituyendo sociedades con constructoras más pequeñas que, a la larga, terminaban por absorber. Poco después de una de aquellas operaciones, fue cuando recayó sobre él la tarea de defenderlos en un caso peliagudo.

Al principio, cuando el expediente le llegó, se encontró, por un lado, con que la compañía había sido acusada de asesinato y, por el otro, que esta había interpuesto una demanda por robo contra una mujer que trabajó en una de aquellas empresas, la misma que estaba involucrada en el asunto del crimen.

Con el primero, logró que el procedimiento quedara sobreseído por falta de pruebas concluyentes. Aunque para ser sincero consigo mismo, encontró discrepancias en las declaraciones, obviadas sin explicación. No obstante, él no era el juez y, por lo tanto, no recaía en su persona la obligación de impartir justicia.

La sentencia del segundo caso, también les fue favorable y terminó con el ingreso en prisión de la acusada.

Recordó de nuevo los ojos tristes de la mujer y la impotencia que pudo leer en la tensión de su cuello, cuando aportaba las pruebas que Industrias Kaine le había procurado. Para colmo de males, el abogado de oficio que le tocó en suerte era un joven sin demasiada experiencia, recién salido de la universidad. Un vistazo le bastó para saber que el caso le venía demasiado grande.

En aquellas fechas, lograr el reconocimiento era lo que necesitaba para alcanzar el puesto que ahora tenía y lo consiguió con honores. Las felicitaciones y la oferta de ascenso por parte de Redform y Asociados llegaron con rapidez.

Aun así y aunque con el paso del tiempo se había ido atenuando, no se pudo deshacer del todo de la sensación de que defendió a quienes debieron ser los culpables. Sobre todo desde que, días más tarde y tras repasar la carpeta antes de enviarla al archivo definitivo, encontró un descuadre en fechas y balances, muy bien oculto, que desmentía parte de la acusación de robo formulada.

Todos aquellos años se había dicho a sí mismo que hizo el trabajo por el que le pagaron. Pero jamás logró convencerse de, si hizo valer la justicia, tal como se suponía que era su deber.

El timbre del teléfono lo sacó de sus cavilaciones y volvió a encarar el escritorio para coger el auricular.

—¿Sí?

—Señor Simmons, tiene una llamada de su padre —dijo la secretaria. Abel arrugó el ceño; hacía meses que no sabía nada de él. Suponía que estaba metido en la coordinación de una de aquellas raras expediciones que organizaba.

—Gracias, Susan. Pásamela.

—En seguida.

—¿Papá? —contestó cuando sintió el cambio de línea y un molesto sonido de fondo.

—Abel, ¿me oyes?

—Sí, ¿dónde estás? Hay muchísimo ruido.

—En un teléfono público.

—¿Y el móvil que te regalé hace unos meses? ¿Lo has perdido?

—No, no —titubeó un instante antes de continuar—. Abel, escúchame bien. Necesito que nos encontremos esta noche —pidió con ansiedad.

—¿Te ocurre algo? —la preocupación hizo que olvidara cualquier otro problema.

—Nada, hijo. Tú sólo acude esta noche en cuanto salgas de la oficina. Ven directamente aquí, donde sabes que me encontrarás. No hables con nadie, ni digas hacia adónde te diriges.

—¿Qué demonios pasa? ¿Te has metido en algún lio?

—¡Haz lo que te pido, Abel! —La orden no admitía réplica.

—De acuerdo. Pero, ¿estás bien?

—Sí, sí. No faltes. No des rodeos ni menciones esto a ningún compañero. Te lo explicaré todo cuando nos veamos, ahora tengo que dejarte. Ten cuidado. —Y, sin más, cortó la comunicación.

Abel dejó el auricular con el corazón en la garganta; incapaz de volver a concentrarse en nada. Repasó la conversación tratando de encontrar algo que se le hubiera escapado.

Sólo una vez había visto a su padre en aquel estado de agitación. Y eso bastaba para que sintiera que el desasosiego lo invadía.  Una única noche en la que su relación con él ya no volvió a ser la que fue hasta entonces. La noche del fatídico accidente que se llevó la vida de su madre.

 

Eve empujó nuevamente el carro del hipermercado, al tiempo que dejaba caer sobre él una mirada evaluadora. ¿Lograría cargar con todo aquello? Desde luego no el camino entero hasta el apartamento. Tendría que utilizar otra vez el transporte público y ya sería por tercera vez aquel día, con lo cual tendría que adelantar la compra de otro ticket multiviajes antes de lo previsto. Todo eran gastos y más gastos.

Miró la hora. Quedaban unos escasos cinco minutos para que cerraran el establecimiento, tendría que acelerar si quería terminar la compra. No había sido buena idea cambiar los planes que hizo por la mañana y dejarla para el último momento del día, pero no pudo decir que no a la agencia cuando le solicitó que adelantara un par de horas su entrada a trabajar en la oficina que limpiaba. Hacerlo suponía encontrarse con una negativa rotunda en caso de que tuviera la necesidad de pedirles un favor en el futuro.

Sin apenas detenerse, cogió al vuelo una bolsa de pan de molde y continuó hasta llegar a las grandes neveras que contenían los alimentos ultracongelados. Con la mirada, buscó el pescado y comparó precios. No tuvo en cuenta calidades y se decantó por el más económico. A esas alturas, su monedero no entendía de marcas ni paladares.

Dejó el carro a un lado para no estorbar al resto de clientes y levantó la puerta horizontal, no sin esfuerzo. Inclinándose, sumergió medio cuerpo en el congelador para alcanzar el producto seleccionado. Cuando rozaba la caja con los dedos, recibió un golpe en la cadera que hizo resbalar su cintura sobre el borde, varios centímetros.

—¡Eh! —exclamó.

Asustada, recuperó el equilibrio y se irguió tan rápidamente como fue capaz, para buscar qué había originado aquel empujón. Sólo acertó a ver una porción de tela roja brillante desapareciendo tras la última estantería.

—¡A ver si tienes más cuidado! —gritó, con la piel del rostro colorada por el enfado.

Aún con el incidente ocupándole los pensamientos se dirigió hacia las cajas. La dependienta apenas levantaba la mirada del lector de códigos de barra por el que pasaba los alimentos, uno tras otro. Ojeó el reloj. Suponía que aquella joven estaba tan deseosa de marcharse a casa como ella, así que no la incordió con la molestia de tener que averiguar quién se paseaba por los pasillos atropellando a la gente.

Le llegó el turno y, con paciencia, fue colocando cada uno de los productos en la cinta trasportadora. Nada de pequeños pecados fuera de presupuesto. Un vaso de agua era un mal sustituto del refresco de cola que tanto echaba de menos, pero así debería ser durante mucho tiempo.

—Cada día hay más gamberros en las calles —se quejaba una mujer que acababa de llegar a la línea de pago con un paquete de arroz entre las manos—. En el aparcamiento, he tenido que esquivar a un sinvergüenza con patines para que no me llevara por delante —explicó.

Eve echó un disimulado vistazo a la señora. Ya la había visto en otras ocasiones, era cliente asidua, como ella, y valoró si debía apoyarla explicando su propia experiencia de hacía escasos minutos. «No», se dijo enseguida; eso sólo llevaría a establecer una conversación que podría continuar fuera del supermercado. Incluso podría convertirse, a la larga, en algo habitual y terminar compartiendo tazas y penurias en una cafetería cercana.

—Joven —atacó de nuevo llamando la atención de la cajera, quien apenas le dedicó una mirada—, ¿acaso este establecimiento no dispone de seguridad? —La chica se limitó a encogerse de hombros—. Pues si no lo tienen, deberían contratar al menos a uno. Ya no sólo por la tranquilidad de los clientes, también por la suya propia. Haría bien en exigirlo.

—Serán cincuenta libras con sesenta peniques —dijo la cajera al terminar.

—¿Sesenta peniques? Algo ha debido subir de precio… —La muchacha se encogió de hombros otra vez mientras Eve rebuscaba en el monedero.

Imposible. La lista de la compra era la misma todas las semanas, pues había descubierto que respetar un menú diario evitaba gastar más de lo necesario. No obstante, aquel día se había incrementado más de lo habitual debido a la necesidad de pequeñas, pero obligadas, vituallas, como la sal o el azúcar. Ingredientes que ya había contado a la hora de calcular el precio de aquella compra. El problema es que para no caer en la tentación de adquirir artículos que no fueran indispensables, jamás llevaba encima una cantidad de dinero que superara el total de lo previsto.

Suspiró a la vez que trató de decidir de qué artículo prescindir.

—Descuéntame esto —pidió mientras devolvía una bolsa con algunas cebollas.

—Está bien. Cincuenta libras justas.

Después de recibir la cuenta, dedicó su atención a guardar los alimentos en un par de bolsas de tela plegables que siempre llevaba consigo. Mientras tanto, la charlatana señora hacía lo propio con el paquete de arroz.

—¿Necesita ayuda? —le preguntó al pasar a su lado.

—No, gracias. Puedo arreglármelas sola. —Sonrió, pero de aquella forma que impedía al interlocutor continuar con ningún otro ofrecimiento ni comentario.

La mujer correspondió al gesto y continuó su camino. Eve terminó de acomodar toda la compra y sopesó las bolsas. Resistirían, pero tal como había supuesto, tendría que usar el transporte público para volver a casa.

La noche cerrada la recibió a la salida del local acompañada de un frío viento que la tornaba desapacible por completo. Unas pocas farolas repartidas a lo ancho y largo del aparcamiento, arrojaban una luz pobre sobre el área. La parada del autobús no estaba lejos, únicamente tenía que atravesarlo y cruzar la calle. Encogió un poco el cuerpo para refugiarse en el calor de la bufanda con la que se había envuelto el cuello y emprendió el camino.

Cuando hubo recorrido casi la mitad, recordó que no había tenido la precaución de sacar la tarjeta multiviajes para guardarla en un lugar más accesible. ¡Maldita sea! Miró a ambos lados del desierto aparcamiento y se detuvo antes de dejar las bolsas en el suelo, una cada lado de su cuerpo. Una vez tuvo las manos libres, levantó la solapa de su bandolera y, tras sujetarla para que no volviera a cerrarse, sacó el monedero con la mano libre.

En ese momento, un borrón amarillo brillante se cruzó en su camino; pasó veloz frente a ella y le rozó las manos. Sintió el momento justo en que el monedero se le escapó de los dedos, lo vio hacer una doble pirueta en el aire, a escasos centímetros de su rostro, para después precipitarse hacia el suelo. Se agachó rápidamente para intentar atraparlo antes de que tocara el asfalto mientras gritaba improperios al agresor, ignorante de que a su espalda, un nuevo atacante se cernía sobre ella.

Sintió el pinchazo en el cuello, pero antes de lanzar un puño hacia atrás, el individuo ya se deslizaba sobre sus patines y se alejaba para reunirse con el primero.

Eve lo reconoció como el gamberro que la había empujado en el supermercado, por el color rojo de su cazadora. Lo observó a conciencia todo cuanto le permitía la tenue iluminación del lugar y trató de memorizar detalles para poder dar una buena descripción a las fuerzas de seguridad; alto y desgarbado; rostro delgado, como de adolescente; pelirrojo con la melena algo larga y ensortijada.

Con poca maña debido al miedo que atenazaba sus músculos y entorpecía sus movimientos, sumergió la mano de nuevo en el bolso y se hizo con el teléfono móvil a tientas.

—¡Malditos hijos de puta! —Gritó mientras marcaba el número de la policía—. ¿Qué me habéis hecho? ¿Qué me has inyectado?

El tipo de la cazadora roja la obsequió con una sonrisa espeluznante, de dientes demasiado grandes para considerarlos normales. Su sangre se heló cuando éste le mostró una jeringa a la que, inmediatamente, colocó el protector de plástico antes de guardarla entre las ropas. Un golpe sordo indicó que el teléfono le había resbalado de la mano y caía sobre el bolso abierto. También sus piernas, aún flexionadas, le fallaron por el terror y se desplomó en el suelo, de rodillas junto a las bolsas de la compra, sin poder apartar los ojos de los dos extraños. Observó que las pupilas de aquellos individuos refulgieron levemente en la oscuridad, antes de dar la vuelta y desaparecer en la negrura de la noche.

—Policía, ¿dígame? –Contestaron. Pero paralizada por el pánico enraizado en lo más profundo de sus huesos, fue incapaz de moverse.