Erebus

Prólogo

Lo primero que sintió Elisabeth Sullivan, al recuperar la consciencia, fue la presión que ejercían unos grilletes en sus muñecas y tobillos: la mantenían inmóvil y en posición horizontal sobre una dura superficie. Los párpados le pesaban toneladas y se esforzó en abrirlos, mientras un tufillo a cera derretida se colaba por sus fosas nasales.

Recordaba estar bailando en el local de moda de la ciudad, quizá un poco ebria debido al tercer cóctel que le ofreció Rose, quién también decidió olvidar su reciente ruptura sentimental dándose un homenaje de ritmo y alcohol. Se sentó en los mullidos asientos que rodeaban la pista y cerró los ojos por unos segundos.

Nada más.

Lidió contra la neblina que le impedía enfocar la vista sin conseguirlo del todo, lo que fuera que había ingerido le embotaba la mente y mermaba sus fuerzas.

—Al fin ha despertado —dijo alguien cerca de ella.

La sujetaron por la cabeza con una mano para levantar uno de sus párpados con un pulgar e inspeccionar el estado en el que se encontraba. Vio brevemente el contorno de la cabeza de alguien, pero no pudo definir sus rasgos, ocultos bajo la oscuridad y el anonimato que le proporcionaba una capucha negra. «Ayúdame, por favor», quiso decir, pero sus cuerdas vocales se negaban a emitir sonido alguno. Escuchó unos pasos a su lado y el sonido de una serie de engranajes en funcionamiento. Pronto notó cómo la base sobre la que se encontraba tumbada cambiaba de posición para colocarla en vertical. Sus muñecas acusaron, con gran dolor, el peso de su cuerpo, pero, ni siguiera entonces, su garganta le ofreció el desahogo de una sola queja. Luchó por levantar la cabeza, que cayó dolorosamente hacia adelante, mientras su visión continuaba esforzándose por abrirse paso a través de la profunda oscuridad que parecía rodearla. Entre las pestañas, llevó a atisbar en el suelo unos surcos grabados que diseñaban la forma de una gran estrella de cinco puntas dentro de un círculo, con pequeños puntos de luz en cada uno de sus vértices. Los identificó como velas encendidas, las mismas que habían registrado su olfato.

—So… co… rro —logró articular, pero su voz sonó tan débil que dudó que alguien más, aparte de ella misma, la hubiera oído.

Un murmullo comenzó a elevarse, como un ronco cántico en un idioma extraño al que se unieron más voces, hasta convertirse casi en un clamor. Volvió a luchar contra la laxitud que imperaba en todo su cuerpo, era vital que consiguiera superarla para detener de algún modo lo que estaba por llegar, pues su instinto le gritaba, cada vez con más claridad, que no era nada bueno. Combatió poniendo en ello todo su empeño, pero su cuerpo desprovisto de fuerza, no respondió a ninguno de sus intentos.

Dos golpes secos requirieron el silencio de los presentes y giró lentamente el rostro hacia el lugar de donde habían venido, para distinguir la figura de un hombre vestido de rojo y dorado que sostenía un báculo. El individuo volvió a elevarlo para dejarlo caer sobre el suelo en dos ocasiones más y ella los sintió como si los hubiese recibido en el centro del pecho.

—¡Oh, Satanás! ¡Príncipe y señor del infierno y sus moradores erebitas! ¡Rey de los impíos! Henos aquí reunidos para adorarte y glorificarte —habló antes de volver a golpear con el bastón—. Te rogamos con humildad que atiendas nuestras súplicas y aceptes esta ofrenda de sangre y vida.

Fue entonces cuando notó afiladas hojas realizando terribles cortes a lo largo de sus antebrazos. La sangre comenzó a brotar densa y caliente. Fluía con rapidez y sin remisión; se deslizó por su cuerpo desnudo hasta unos centímetros por debajo de sus pies, donde dos grandes piezas metálicas en uve, dispuestas para recogerla, la redirigieron hacia el inicio de aquellos surcos grabados del suelo y estos empezaron a teñirse con el rojo de sus venas.

El grupo reunido regresó a la letanía inicial, todavía con más intensidad y pasión en sus voces, mientras notaba cómo la vida se le escapaba y se derramaba cálida y densa por las heridas.

—¡Oh, Lucifer! ¡Dador de la Verdad y el Conocimiento! Atiende a tus más fieles servidores.

Dos golpes más impusieron el final de su sufrimiento con uno de aquellos afilados cuchillos clavado en su corazón.

 

Capítulo 1

No era necesario siquiera alzar un poco la nariz y olisquear su aroma para asegurar lo que sus andares y gestos manifestaban a los cuatro vientos: sexo. Sexo del que dura horas, de aquel en el que no hay reglas, al que no se le puede aplicar adjetivo alguno para calificarlo correctamente. Y sangre; la identificó en el aire al cambiar de rumbo, antes de que se le acercara, incluso bajo la abundancia de loción que había usado para tratar de esconderla.

Cuando estuvo a su altura Damian lo miró a los ojos, dos puntitos negros a través de las caras gafas que los enmarcaban; era su forma de hacerle entender que, a pesar del negocio que le reportaría una significativa cantidad de dinero, condenaba lo que había hecho. Él era un Devorador de Pecados, uno de los ciento once que poblaban la Tierra y aunque podían comprar sus servicios, sus pensamientos y juicios no estaban en venta. Eran lo único que le quedaba… Y todo parecía indicar que no sería por mucho tiempo.

—La mitad de lo acordado. El resto cuando terminemos —dijo su cliente tras entregarle un sobre abultado.

—¿Dos por el precio de uno? —respondió Damian alzando una ceja, al tiempo que le introducía de nuevo el sobre en el bolsillo del que lo había sacado—. Ni lo sueñes.

—Te pagaré el cincuenta por ciento más —regateó, volviendo a ofrecerle el paquete, sorprendido al darse cuenta de que lo había descubierto.

—¡Ah! Te permites incluso aplicar descuentos —sonrió sin humor un segundo antes de darle la espalda para marcharse—. Lo siento, amigo.

—¡No lo entiendes! —gritó mientras lo sujetaba del brazo para impedir que se marchara.

Odiaba que lo tocaran, dolía, sobre todo cuando lo hacían unas manos manchadas de sangre. Más cuando esa sangre aún debía estar goteando del cuerpo de alguien. Sintió el conocido calor extenderse por todo su cuerpo, a la vez que hinchaba los músculos, hasta que la ropa se le ciñó tanto que supo que podría rasgarla. De un rápido giro, se deshizo del agarre y sujetó al interfecto por la pechera para empujarlo hasta que lo estampó contra la húmeda pared del paso subterráneo.

—El que no parece entenderlo eres tú —gruñó entre dientes.

Su voz sonó mucho más profunda y grave, como salida de una oscura caverna. Levantó el peso del hombre sin esfuerzo alguno hasta que éste tuvo que inclinar la cabeza para mirarlo. Entonces fue cuando vio su reflejo en los lentes; los ojos bañados en rojo brillante… Estaba llegando al límite, necesitaba calmarse. La necedad de aquel tipo lo estaba poniendo extremadamente furioso y no podía dejarse llevar. A regañadientes, abrió la mano con la que lo sujetaba y el tipo cayó al suelo.

Damian respiró hondo hasta que sus latidos se normalizaron y el volumen del cuerpo empezó a remitir. Eso pareció envalentonar de nuevo a su taimado cliente, quien rebuscó algo en el interior de su abrigo de cachemir y sonrió triunfante cuando una pieza metálica brilló entre sus dedos.

—¿De verdad eres tan estúpido? —preguntó Damian con fastidio.

—Si no quieres hacerlo por las buenas, será por las malas.

—No hay nada peor que un sicópata descerebrado. También para ti será por las malas.

—Conozco el precio. Y salgo ganando en el intercambio.

—Yo no estoy tan seguro.

—¿Un pecado mortal por siete veniales y la petición? —El idiota gesticuló como si realmente estuviera valorando la respuesta—. Sí, creo que es un buen negocio. ¿Cuál es tu precio ahora? —preguntó sacando de nuevo el sobre y la cartera.

Damian entendió que el tipo pretendía zanjar el asunto con más efectivo, pero existían cosas mucho más valiosas para alguien como él. Era cierto que cuando el cliente no poseía la moneda que los obligaba, el Edén, prefería vender sus servicios por dinero, pero la adquisición de una nueva pieza que sumar a las ya recibidas, cada vez lo ponía más en peligro frente a los que debería llamar compañeros.

—No estás tan bien informado como crees, sacerdote. Carga con la culpa y paga ante Dios y los hombres. —Trató de hacerlo recapacitar.

—Esta noche he dado la espalda a Dios. El Diablo me ha tentado y no he podido resistirme. Estoy acabado, ¿no lo entiendes? Debo limpiar mi alma.

—Expía tu culpa de otro modo —respondió girándose para alejarse de él.

—¡Fuisteis creados para esto! —Tal fue el desprecio con que lo exclamó, pero logró que Damian se diera la vuelta para mirarlo de nuevo.

El insulso cura reculó arrastrando el trasero por el pavimento. El cuerpo había vuelto a adquirir unas dimensiones mucho más grandes de lo normal en un ser humano y el velo carmesí de los demonios cubría sus ojos.

—¿Crees que por haber estudiado las antiguas escrituras eres el  adecuado para interpretarlas? —preguntó iracundo caminando hacia él.

Volvió a sujetarlo por el cuello de la camisa y lo alzó sin esfuerzo. Ningún distintivo en sus ropas lo identificaba como Ministro del Señor, pero él podía verlo en sus cuidadas manos; en sus pequeños ojos carentes de pestañas tras las gafas; en el escaso cabello que cubría la parte superior de su cabeza; en su propia alma, más corrupta que la de cualquier otro mortal.

Respiró hondo de nuevo buscando dentro de sí el control que necesitaba para afrontar la situación. Cada vez le resultaba más difícil encontrarlo, como si su humanidad se hiciera más pequeña y escurridiza.

—¡Mírame! —exclamó asiéndolo duramente por el mentón para obligarlo—. ¿Te parezco una creación de Dios?

El pequeño hombrecillo temblaba delante de él. Pensó que había logrado asustarlo lo suficiente para que desistiera. Pero al darse cuenta de que se las había ingeniado para entregarle el jodido Edén, se dijo que era más tenaz y necio de lo que había calculado.

Apretó el puño entorno a la pieza y lo elevó unos centímetros más, hasta colocarlo frente a su rostro.

—Bien. Sea por las malas —añadió con una malévola sonrisa.

Agarró un puñado de cabello de la nuca del sacerdote y tiró hacia abajo para obligarlo a levantar la cabeza y depositar la moneda sobre su frente.

In nomine Patris —empezó a recitar—, et Filii— el hombrecillo gimoteó al notar cómo se calentaba el metal—, ¡et Spiritus Sancti!

—¿Qué vas a pedirme? —preguntó con un hilillo de voz.

—Es un poco tarde para preocuparte por eso —respondió Damian y sintió cómo el cura se estremecía antes de empezar a sorber el pecado que había reclamado para sí.

De la garganta del culpable emergió el conocido vapor negruzco y denso, retorcido y sinuoso, hasta penetrar directamente en el interior de Damian. Tragó el pecado mortal y gruñó cuando lo golpeó en el centro del pecho. Regurgitó otro vapor menos oscuro y más liviano: los siete veniales que debía recibir a cambio.

—Me serán entregados los diez últimos años de tu vida —exigió.

El cura sonrió ante lo poco que suponía el precio requerido.

—Que así sea— acordó.

Esta vez una suave bruma envolvió al sacerdote y se trasladó lentamente hasta cubrir el cuerpo de Damian, donde desapareció al posarse sobre él.

—Está hecho —lo soltó y, tras ignorarlo con desdén, comenzó a alejarse.

Un instante después, procedente de la calzada que discurría sobre ellos, un vehículo todoterreno se precipitó hacia abajo y se estrelló a escasos tres metros de donde se habían encontrado ambos. El estrépito fue monumental, pequeños pedazos de metal salieron despedidos junto con parte de la baca, como esquirlas de pólvora encendida lo harían de un cohete al estallar. Damian se cubrió parcialmente el rostro y siguió con la mirada el trayecto del artefacto que colisionó fuertemente contra el hombro del sacerdote, quien se tambaleó antes de caer. Su primera reacción fue ir hacia él para comprobar que se encontraba bien, pero el estallido del gasoil al entrar en contacto con alguna chispa lo despidió hacia atrás un par de metros.

Rodó sobre sí mismo para eludir las llamas y logró levantarse. Sus ojos buscaron de inmediato el cuerpo del estúpido cura, para encontrarlo allí donde había caído.

—¡Estoy bien! —oyó que pregonaba—. Solo se me ha dislocado el hombro.

Damián se aproximó a él, pero cuando apenas quedaban cuatro o cinco pasos para llegar a su altura, el quitamiedos de la carretera se desprendió sobre el sacerdote y lo degolló al instante.

Durante unos segundos contempló la dantesca escena, consciente de que debía marcharse sin demora. Pronto acudirían los servicios de emergencias y los bomberos, además de las fuerzas de seguridad.

 Dio la espalda al siniestro accidente, sabiendo en parte, que él mismo lo había provocado al acortar la vida del cura, aunque sin la culpabilidad que debía acompañar a tal pensamiento. Hacía mucho que había dejado de sentirla; cada uno se buscaba su propio final de un modo u otro. Al cabo del camino sólo se encontraba la guadaña esperando tu llegada, el libre albedrío que Dios otorgó al ser humano era una patraña, pues únicamente servía para decidir el modo en que morirías.

Continuó alejándose del desastre a buen paso, hasta que un aplauso llamó su atención.

—¡Bravo! —dijo Alexandra Flynn al encaminarse hacia él con un contoneo que recordaba a una loba evaluando a su presa—. Ha sido todo un espectáculo.

—¿Y ahora viene cuando…?

Ella se encogió de hombros.

—Puedes dármela y nos ahorramos la pelea —ofreció, pero al ver que Damian no realizaba gesto alguno para aceptar su propuesta añadió: —Vamos, sé que para ti no significan gran cosa.

—¿Y para ti sí?

—Aún no he perdido la esperanza.

—Me alegro —respondió, continuando su camino para dejarla atrás.

Alexandra no se dio por vencida y lo siguió.

—Vamos, Damian. No me hagas sacarte el Edén a golpes.

—Ambos sabemos que aún no eres lo bastante fuerte. —Damian sonrió de medio lado al oír el bufido de la mujer—. No te lo tomes como un insulto, Alex, el “aún” contiene una carga inherente de confianza en que lo lograrás… algún día.

—¡Oh! No sé si darte las gracias o una puñalada en el hígado…

Un leve siseo a su derecha silenció las palabras de Alex y reclamó la atención de Damian en aquella dirección.

—¿Lo notas? —susurró ella.

—Peor, puedo verlo. Toma —añadió ofreciéndole la moneda a escondidas—. Lárgate de aquí.

—Es de idiotas rechazar la ayuda, ¿sabes?

—Más que ayuda, serías un estorbo. Hazme caso y sal cagando leches.

—Maldito seas —dijo antes de correr para alejarse.

—Llegas treinta años tarde —murmuró Damian mientras metía las manos bajo la parte trasera de su gabardina y sujetaba sus puñales por el mango.