Conectando

Prefacio.

Hay quien opina que la rutina es un pequeño inconveniente de la felicidad.

A mí personalmente, y aunque desde que tengo uso de razón mis días han sido un goteo constante de sonámbula apatía, me parece que quien afirma eso debe tener una idea algo distorsionada de lo que significa ser feliz.

No es que los problemas me gusten especialmente. Mi vida también tiene el punto justo de dificultades. E incluso un poco más. No obstante, si alguna vez me hubiesen preguntado qué estaría dispuesta a hacer para conseguir algo distinto, creo que no habría sabido qué contestar.

Ahora sí lo sé.

Estoy dispuesta a prácticamente todo.

Es curioso cómo, aun creyendo conocerte, uno es incapaz de discernir adónde puede llegar hasta que no se encuentra inmerso en una circunstancia concreta. El ser humano es impredecible o al menos eso pienso ahora. Quizá por ello, entiendo mucho mejor los motivos de Sean para hacer lo que ha hecho: engañarme.

Que pueda perdonarle ya es harina de otro costal.

Voy a contarte una parte de la historia pues, la otra no me corresponde a mí hacerlo, para que, tú también, puedas hacer de juez y jurado.

 

Capítulo 1

Las cortinas de finas lamas no lograban evitar que el sol entrara en la estancia y la luz dotaba a todo el interior de una tonalidad dorada. Aun así, el despacho era tan austero que ni siquiera el astro rey alcanzaba a imprimirle algo de calidez. Pero la frialdad que se sentía nada tenía que ver con la temperatura. Miré a Rose, la docente del último curso, sentada junto a mí, mientras sostenía un vaso de agua fresca que me brindaba continuamente para que bebiera.

—Ten en cuenta que estabais solos.

Mientras el director, el señor Demarino, hablaba, mi mente reprodujo otra vez el repiqueteo que había oído en el distribuidor de los baños aproximadamente una hora antes.

—Sabes que no lo haría si no fuera necesario —argumentó. Aunque el brillo que percibí en sus ojos me dio a entender que disfrutaba con todo aquello. Mentía, lo supe sin necesidad de usar el método al que él estaba a punto de someterme.

La docente se removió inquieta en su asiento sin duda porque sabía mucho mejor que yo lo que suponía pasar por ese escáner.

—Pero el expediente de Noa es ejemplar, ¿no podemos aceptar su palabra como cierta sin tener que obligarla a pasar por esto? —se quejó.

—No se trata de eso, señorita Rose, sino de seguir el procedimiento prescrito en estos casos. Debo adjuntar el informe, así que no hay modo de eludirlo.

—Adam, ¿y si lo hizo para defenderse?

No, pensé en ese momento, no fue defensa sino auxilio a un compañero, a Albert Waicott, la pareja de mi mejor amiga Marla.

—Entonces no tendría por qué mentir, ¿no es así?

—Lo hice para que reaccionara —me defendí volviéndolo a explicar—. Albert no respondió a mi llamada, en cambio el taconeo de sus zapatos se detuvo y comenzaron unos golpes más contundentes.

—Puedo testificar que tuve que llamar la atención de Albert en varias ocasiones durante la clase por ese mismo motivo. No cesaba de taconear. Era…, desquiciante… —explicó la docente al tiempo que se llevaba las manos hasta las sienes.

—Empujé la puerta y se abrió —proseguí y un escalofrío acompañó al recuerdo de lo sucedido—. No paraba de autolesionarse, golpeándose la frente contra los azulejos. Parecía haber sangre por todas partes. ¡Le grité para que se detuviera! Pedí ayuda varias veces pero nadie acudió, así que tuve que golpearlo para que dejara de… —busqué las palabras que expresaran todo el horror y desconcierto que sentí sin conseguirlo—, hacer aquello.

—¿Lo ve? —dijo la docente—. La agresión fue para evitar un mal mayor.

Rose me miró con preocupación y yo recogí el vaso de entre sus dedos.

—Tranquila, señorita. Digo la verdad.

—Puede ser —respondió el director—, pero los dos golpes que presenta Waicott son desmesurados.

—Tuve que hacerlo, tenía la frente abierta y continuaba a pesar de mis gritos pidiéndole que parara —repetí—. Le di una patada en el hombro para hacerlo girar. Lo intenté antes con las manos pero no pude. Es mucho más corpulento que yo.

—¿Y el puñetazo que le asestó en la garganta?

—Fue la única forma que se me ocurrió para lograr que dejara de herirse. Pensé que si no conseguía una reacción extrema volvería a reanudar aquella locura.

El grafeno portátil del director se iluminó y éste lo recogió de encima de la mesa para atender la llamada.

—Bien. Ahí estaremos —dijo antes de dirigirse a nosotras—. Debemos marcharnos. El coche nos espera.

Salí del despacho custodiada por ambos, sin mediar palabra. Los pasillos del Centro de Estudios ya estaban de nuevo desiertos y únicamente podía oírse ruidos de ensamblaje por la labor de los operarios durante la instalación de los arcos de seguridad.

—Este año se han adelantado. Los alumnos ya están lo suficientemente nerviosos ante la prueba que decidirá si cambia o no su futuro como para recordárselo de esta manera —comentó Rose con el ceño fruncido.

—Creo que una interina no es la más apropiada para decidir sobre la organización y calendario del centro. Preocúpese, únicamente de hacer bien el trabajo por el que se le paga.

 

Cinco minutos después, el vehículo en el que nos trasladaron dejaba atrás el edificio de titanio, que alberga el Centro de Estudios, propiedad de Technology Corporation, y el Sector Azul, para atravesar el Verde. Es también una sucesión de casa con techos cupulares, hechas de un material semejante al barro. Iguales a donde vivo, pero con un pequeño terreno delantero a modo de jardín. Aunque la inmensa mayoría son artificiales, dan cierta engañosa sensación de frescura. De todos modos me gusta más mi sector, pues se puede oír el mar. Al este del centro de la ciudad se encuentra el Sector Rojo y al oeste el Amarillo. Al otro lado está Sun Valley: terreno privado, exclusivo de aquellos con un poder adquisitivo muy alto; llamado así en honor a su fundador, quien se hizo de oro al desarrollar el material cerámico que permitió unos tubos de receptor más eficaces que permitieron almacenar toda la potencia de los rayos de sol, en enormes contenedores de sales fundidas, nitratos de sodio y potasio y, con ello, la implantación total de la energía solar concentrada. Hasta ese momento la Corporación los había mantenido de acero, pero se fundían cuando la temperatura llegaba a los 3600 grados Fahrenheit, lo que obligaba a reajustar los heliostatos continuamente.

Devolví la mirada al interior del coche. Rose había tenido que quedarse con el resto del alumnado para terminar la clase. Yo, sólo podía pensar en Marla.

Conociéndola, no sólo estaría preocupada por Albert, también lo estaría por mí. Y, para mi pesar, se encontraría preparando miles de preguntas con las que después me acosaría durante horas. Ahora que lo pienso, me da más miedo Marla que ese jodido escáner. Al fin y al cabo, el proceso dura alrededor de quince minutos, lo de mi amiga suele tener continuidad infinita en el tiempo.

Entré en las dependencias de las fuerzas de seguridad tras el conductor y seguida del director.

—Los esperábamos —dijo otro agente quien nos abrió camino a través de varios pasillos hasta llegar a una pequeña sala.

El escáner se componía de un blanco asiento ergonómico y un casco algo más grande de lo normal, conectados a un armario de insondables tripas. Un operario, vestido también con un mono blanco, salió de detrás. Aparentaba ser pocos años mayor que yo y bien parecido, con unos increíbles ojos color azul oscuro que me miraron como si pudieran averiguar todo sobre mí, sin necesidad de usar la máquina.

—¿Está todo listo? —preguntó el agente.

El joven asintió.

Obtenida la aprobación, el oficial me llevó hasta el asiento donde me indicó que me acomodara antes de retirarse unos pasos. Yo miré a todos los presentes sin saber qué debía hacer a continuación. Por fortuna, unas manos amables me entregaron el casco que me coloqué en la cabeza. Mantuve los ojos cerrados un instante. No tenía nada que temer pero, aun así, la situación era realmente tensa pues no sabía qué debía esperar. Al fin, encontré la templanza necesaria para afrontar la situación y los abrí. El joven operario permanecía junto a mí, comprobando que estaba correctamente ajustado y me lanzaba rápidas miradas que parecían querer infundirme valor y tranquilidad. Se lo agradecí con una breve sonrisa antes de que se volviera hacia los otros dos hombres que esperaban de pie frente a nosotros.

—Proceda —ordenó el agente.

El hombre joven se giró para mirarme y leí en sus labios algo como «relajada». Entonces noté un pinchazo en la parte trasera de la cabeza. Quise escapar pero unas abrazaderas metálicas me lo impedían, además aquella aguja había sido insertada desde el mismo casco que llevaba puesto.

 

«—Vamos cariño ven con papá».

El recuerdo me asaltó tan potente que creo que hasta volví a lucir la sonrisa de entonces. De pronto me sentí de nuevo como la niña que fui, agitando los bracitos para que me alzara y me subiera en la motocicleta con él. Pero antes de que notara su presencia pegada a mi espalda, la imagen volvió a cambiar. Lo vi concentrado junto a un grafeno portátil, trabajando en casa, algo que hasta entonces no había hecho jamás. Siempre dijo que no se debía llevar a casa los problemas de la Corporación, pero durante los últimos días de su vida creo que no hizo otra cosa.

El recuerdo cambió de nuevo y me encontré de pronto rodeada de sollozos, lágrimas y el color negro por todas partes. Apenas contaba con ocho años de edad, pero volví a sentir la pérdida en cada paso durante el traslado del féretro con los restos mortales de mi padre hasta el crematorio.

Después llegaron las imágenes de José, mi vecino y canguro durante las horas en las que mi madre tuvo que dedicarse a trabajar para salir adelante; no tenía estudios universitarios así que únicamente pudo optar a aquellos que suponían un horario abusivo y un salario mínimo. Lo encontró en Faster, gracias a su amiga Louise, en una cadena de montaje de vehículos filial de Thecnology Corporation.

«—Cariño, ven a conocer a César».

Tendría unos dieciséis años cuando oí esa frase de labios de Monique, mi madre. Desde que aquel tipo, alto, rubio, atractivo y de sonrisa falsa cruzó el arco de la entrada supe que traería problemas consigo. No pasó mucho tiempo hasta que confirmé mis sospechas. Había perdido su empleo hacía días pero, según contaba, ya tenía en mente una estupenda idea que les proporcionaría la vida que mi madre tenía antes. Ella podría dejar de trabajar y dedicarse a mí. O así me lo vendieron.

Al principio todo fueron besos y arrumacos, acompañados de promesas de un futuro maravilloso. Mi madre continuaba con su trabajo y las horas que pasaba bajo el techo de casa las dedicaba casi exclusivamente a César. Recordé que prefería encerrarme en mi habitación a ser testigo de tan edulcorada pareja. Pero fueron transcurriendo los meses y César continuaba allí, sin mover ni un dedo para cambiar su situación y mi madre, ya embarazada, no ganaba lo suficiente para mantener una futura familia de cuatro personas. La relación poco a poco se fue deteriorando por la pasividad de César que se pasaba las horas muertas tirado en el sillón mientras miraba la pantalla y consumía litros y litros de alcohol. Hasta que mi madre, cansada, le dio un ultimátum: o encontraba un empleo o se largaba de casa.

Quizá si en ese momento César hubiera estado sobrio las cosas habrían terminado de otro modo, pero no fue así. A aquellas alturas, creo sinceramente que no existía ni una sola hora en el día en la que no viviera bajo los efectos de la bebida. Se puso violento y golpeó a mi madre. Mi primera reacción fue lanzarme sobre él para defenderla pero fue en vano. ¿Qué podía hacer una adolescente frente a un adulto de su envergadura? El caso es que aterricé de nuevo en el suelo rompiéndome una costilla, pero logré hacerme con el grafeno y avisar a las fuerzas de seguridad del Sector Azul.

Mi madre casi pierde al bebé debido a los golpes. Lili –así se llama mi hermana– nació prematuramente a los siete meses de gestación, aunque afortunadamente salió adelante. César terminó con sus huesos en la cárcel.

«—Mamá se ha enfadado conmigo».

La vocecita de Lili irrumpió con fuerza en mis recuerdos, llevándose consigo el amargo pasado.

«—¿Por qué?».

«—No lo sé. Yo sólo le dije que quería esa muñeca de pelo rubio que sale en los anuncios».

«—¿Y qué te dijo ella?».

«—Que siempre estoy pidiendo y que no es rica. Que cuando sea mayor, si soy capaz de independizarme, me enteraré de lo que cuesta ganar dinero. Y que no lo regalan. Dice que no tiene un árbol del que crezca. ¿Hay un árbol del dinero, Noa?».

«—No, no lo hay».

«—Entonces, ¿por qué Louise tiene? A Mary le han comprado esa muñeca. ¿Por qué yo no puedo?».

«—Louise tiene más dinero porque ella y su marido trabajan. Aquí solo lo hace mamá, así que tenemos menos y debemos usarlo para lo imprescindible».

«—Pero esa muñeca es importante para mí».

«—Lo sé, cariño. Pero hay cosas que lo son más que otras, ¿no? ¿Qué prefieres tener una muñeca nueva o ropa para vestirte?».

«—Ya tengo ropa, Noa —respondió mientras se tiraba del jersey rojo que llevaba puesto, cuyo largo llegaba justo a su cintura».

«—Sí, pero creces mucho. Y pronto se te quedará pequeña, ¿qué harás entonces? No querrás salir a la calle desnuda, ¿verdad? —Lili negó categóricamente con la cabeza, añadiendo a su carita un gesto de terror muy cómico—. Por eso mamá no puede comprarte esa muñeca. Lo entiendes, ¿verdad? —asintió—. Además, tú eres la muñequita rubia más guapa que hay en el mundo, ¿para qué queremos otra en casa?».

Mi lisonja le agradó y se marchó hacia la cocina con una sonrisa mientras yo regresaba al grafeno de estudio.

«—Hola, Noa, ¿éstas ocupada? Si es así perdona pero vi que estabas en línea y…».

Las conexiones en mis recuerdos volvieron a saltar y me encontré con lo vivido la noche anterior. El preocupado rostro de Marla hablándome a través de la videoconferencia en mi grafeno portátil.

«—No te preocupes, dime».

«—Es por Albert».

«—¡Ah, sí! El rarito de la última fila. Tu último rollo emocional».

«—No lo llames así y no es un rollo. Nos entendemos».

Para Marla entenderse significa escucharla, lo cual no es difícil si sabes abstraerte de su perorata incesante. Solo hay que asentir de vez en cuando y soltar algún bufido que ella interprete como que te pones en su lugar. Pero es buena persona, una de aquellas con las que puedes contar para casi cualquier cosa.

«—Vale. ¿Qué pasa con Albert?».

«—Está raro. —Puse los ojos en blanco y ella carraspeó para hacerme notar que no le agradaba el gesto».

«—Bien… ¿Qué te hace pensar que está raro?».

«—A principios de la semana pasada faltó a clase dos días. Desde entonces no responde a mis llamadas, incluso le escribí algún correo creyendo que quizá así se animaría a contestar. No me mira en clase como hacía antes y cuando he intentado hablar con él durante el descanso, ni siquiera he podido encontrarlo. Estoy muy preocupada, ¿crees que pasa de mí? Quiero decir, que ya no quiere continuar con la relación, ya sabes… Quizá ha conocido a otra en esos días y… No es que no pueda superarlo, pero por lo menos podría decírmelo en lugar de tenerme de esta manera. Estoy decidiendo si acercarme a su casa. Supongo que es una forma de que no pueda evitarme. Tú me entiendes…, forzarlo a que nos veamos. Quizá piensa que soy de las que montan escenitas. Pero vamos, que si es así es que me conoce muy poco. Y no será que no lo hemos hablado».

«—Marla —intenté».

«—Porque desde el principio le dije que podía hablar conmigo acerca de cualquier cosa. Tengo claro que una relación debe basarse en la comunicación, el respeto y la confianza. No quiero que vuelva a ocurrirme lo mismo que me pasó con Tom, y la única forma es…».

«—¡Marla! —Por fin conseguí que frenara—. ¿No has pensado que quizá esté pasando por un mal momento? Los exámenes de nivel nos crispan los nervios a todos. Incluso tú estás más rarita de lo normal».

«—Bueno… —Compuso un mohín—. No me gustaría quedarme en el nivel más bajo y que nos separaran. Tú eres buena estudiante y sé que lo superarás. Igual que Albert, él también lo logrará. Pero yo tengo mis limitaciones».

«—Sabes que te puedo ayudar en lo que necesites, si hay algo que no entiendas vienes a casa y lo solucionamos en un santiamén».

«—Te lo agradezco. Pero dudo que únicamente solventando una duda pueda alcanzar ese nivel. El último curso es una mierda».

«—Anímate. En un par de días visitaremos las instalaciones de la Corporación, después lo verás todo de otro modo».

«—Menuda forma de motivarme… enseñándome el dulce que jamás probaré».

A aquella charla con mi amiga le siguió lo ocurrido durante el descanso de las clases, cuando Marla y yo decidimos separarnos para buscar al escurridizo Albert a la vez que informábamos de una reunión tardía en “El local” para ver si así picaba el anzuelo.

Volví a escuchar el taconeo de Albert, aquellos golpes rítmicos que, incluso estando conectada a aquella máquina del infierno, lograron ponerme los pelos de punta.

«—¡Albert! ¡Por todas las estrellas, detente!».

 

Cuando abrí de nuevo los ojos estaba tumbada en una camilla y alguien me ofrecía un vaso de agua.

—¿Se encuentra bien? —preguntó el director.

—No. Me duele la cabeza.

—Dicen que desaparecerá. ¿Puede caminar?

Moví los pies de adelante hacia atrás y doblé las rodillas.

—Creo que sí —dije mientras me incorporaba—. ¿Cuánto rato ha pasado desde que…?

—Apenas dos horas, no se preocupe. Tenga tómese esto, lleva un analgésico diluido y la ayudará —dijo ofreciéndome el vaso que no había cogido.

Bebí el contenido sin poder hacer una mueca por el amargo sabor.

—Todo ha salido bien. No tiene de qué preocuparse —aclaró el señor Demarino—. Las cosas ocurrieron tal como usted asegura.

—Gracias —dije antes de entregarle el vaso vacío.

—¿Quiere que la lleven a casa? Puedo…

—No. Debo regresar al centro. Tengo allí mi motocicleta. —Las sienes y la parte trasera de la cabeza me palpitaba.

—No es muy recomendable que conduzca en las siguientes horas.

—No se preocupe, es vieja y su velocidad muy limitada. Pero tengo especial cariño a ese cacharro y no quiero que pase la noche allí.

—De acuerdo.

Cinco minutos más tarde volvía a estar en la entrada del Centro de Estudios y el director me despedía con una mano alzada. Miré a mi alrededor. Todo el mundo se había marchado. Lo mejor era hacer lo mismo. Lo que nadie podía precedir es que aquel camino de vuelta, que tantas veces había recorrido, me llevaría a un destino tan distinto.

¿Solo uno?